¿Por qué la clase obrera perdió la partida?

¿Por qué la clase obrera perdió la partida?

Robert Castel

El título de este artículo puede parecer un tanto provocador. Pero no es ésa mi intención. Lo que intento es proponer una hipótesis para comprender la relativa desaparición de la clase obrera en la estructura social actual a partir del análisis sociohistórico de las transformaciones internas del asalariado.

voice (Fallen Letters)Todo el mundo (o casi todo) estará de acuerdo en un punto: la clase obrera ya no ocupa la posición central que ha ocupado en la historia social desde hace más de un siglo. Desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX aproximadamente, el accionar político y social, al menos en Francia y en Europa occidental, se desarrollaba principalmente en tomo al lugar que debía ocupar esta clase en la sociedad, a partir de la posibilidad que tenía, o parecía tener, de promover una transformación completa del orden social. Este diagnóstico era compartido por aquéllos que exaltaban esta posibilidad -es la opción revolucionaria, susceptible por otra parte de diversas variantes- y por aquéllos que la temían como suprema amenaza y hacían todo por conjugar el riesgo de la subversión. De modo que la cuestión social era esencialmente la cuestión obrera. Esto significa que lo esencial de la conflictividad social estaba basado en el enfrentamiento de dos bloques antagónicos cuya formulación más radical ha sido dada por Marx, pero que repercutió en diferentes niveles de la lucha social y política: ¿conservación o subversión del orden social? ¿Reforma o revolución?

Nos guste o no (a algunos les alegra y otros lo lamentan) hoy ya no estamos en el marco de esa problemática. La clase obrera ya no aparece como portadora de una alternativa global de organización social. Esto no quiere decir que no exista más, ni que ya no tenga importancia social y política, y habrá que discutir su tipo de existencia  el papel que desempeña hoy día. Esta comprobación significa solamente -pero, al mismo tiempo, es mucho- que esta clase sufre un retroceso social y político decisivo que ha desactivado la potencialidad subversiva que parecía poseer.

¿Por qué? Evidentemente hay múltiples razones que pueden contribuir a la comprensión de semejante cambio, y no tengo la pretensión de desplegarlas aquí. Sólo tiraré de un hilo de explicación, que no es el único posible, pero que me parece muy esclarecedor. La clase obrera, al menos en Francia y en el siglo XX, no ha sido vencida en el marco de un enfrentamiento político directo, como pudieron serlo por ejemplo los obreros parisienses en 1848. Mi hipótesis es que esta clase ha sido minada, rodeada, desbordada, por una transformación sociológica profunda de la estructura del asalariado. Ha sido asimismo desposeída, “doblada” si me atrevo a decirlo, por la generalización y la diversificación del asalariado y por la promoción de categorías salariales que la han relegado a una posición subordinada, ya no central, en la configuración del asalariado.

Quisiera mostrar -o mejor, en los límites de esta contribución, sugerir- que esta desposesión ha pasado por dos etapas principales. La primera marca lo que se podría llamar el pasaje de la sociedad industrial a la sociedad salarial. La segunda, en la que nos hallamos hoy, es el efecto del sacudimiento de esa sociedad salarial, cuyas consecuencias empezaron a hacerse sentir a partir de mediados de la década del setenta. De suerte que una de las maneras de interrogarse sobre lo que sucede hoy con la clase obrera, su consistencia, su impacto social y político, sería considerar su posición en la historia del asalariado y, en particular, hoy día, tomar en cuenta seriamente las transformaciones más recientes introducidas en la organización del trabajo.

I

Partamos entonces de la época en que, en la sociedad industrial, la clase obrera parecía representar un bloque portador de una alternativa global de organización de la sociedad. Se podría tomar como punto de referencia el año 1936, cuando la clase obrera aparece en Francia consciente de su fuerza, dotada de una ideología propia, y apoyada sobre sus propios aparatos, partidos y sindicatos. Al mismo tiempo, permanece socialmente subordinada, privada de las principales posiciones que dan acceso a la riqueza, el prestigio y el poder, incluso a pesar de mostrarse como la principal productora de la riqueza social. Es en el contexto de la lucha de clases, portadora de la esperanza, o del temor, donde podría cambiar la situación, y donde los que han sido desposeídos del fruto de su trabajo podrían invertir el proceso y tomar el mando de la sociedad.

Esa representación de la clase obrera se apoya sobre la composición sociológica del conjunto de asalariados de la época. El asalariado obrero representaba entonces el 60% de los asalariados, y casi el 75% si se agregan los obreros agrícolas. El conjunto de los asalariados no obreros era entonces netamente minoritario, y se componía sobre todo de pequeños empleados cuyo status era también modesto, apenas superior al de los obreros. Los obreros constituyen, pues, la gran mayoría del conjunto de los asalariados, a partir de la cual está pensada y representada la categoría general de trabajador asalariado. Por cierto que esa mayoría no es completamente homogénea, ni sociológica ni ideológicamente; por otra parte, es sabido que nunca lo fue. Pero reúne a lo esencial de las fuerzas productivas de la sociedad industrial en una sociedad que todavía está industrializada a medias, puesto que en los años treinta los asalariados representan apenas la mitad de la población activa.

Si tomamos ahora la situación en 1975, cuantitativamente, el número de obreros no ha cambiado mucho, incluso ha aumentado ligeramente. Pero cualitativamente se ha producido una transformación decisiva en la estructura del mismo. El asalariado obrero ha perdido su hegemonía y ha sido atrapado por el desarrollo espectacular de categorías de “profesiones intermedias”, y de personal jerárquico medio y superior, es decir, estratos profesionales cuyo ingreso y status son superiores a los del asalariado obrero. De aquí en adelante, estas categorías desempeñan, para utilizar una palabra que Luc Boltanski aplicó antes al personal jerárquico, un papel «atrayente » para el conjunto de los asalariados Es en este sentido que yo decía que la clase obrera se ha hecho “doblar”. Incluso independientemente de las transformaciones internas ocurridas en su seno -y que evidentemente habría que analizar-, ha sido sobrepasada y se ha encontrado aplastada bajo el peso de un conjunto de asalariados de más alto rango. El asalariado obrero -desplegado él mismo en diferentes categorías- en lugar de estar en el centro se encuentra en la parte más baja de la escala, cada vez más diferenciado del conjunto de los asalariados, tanto más cuanto que el asalariado agrícola, cuyo status era inferior al suyo, prácticamente ha desaparecido.

Esta estructura es la de la sociedad salarial: un continuum diferenciado de posiciones vinculadas por las características comunes de la condición salarial, en particular el derecho laboral y la protección social. Pero este continuum resulta muy estratificado y mantiene grandes desigualdades. Este modelo de sociedad salarial no entraña, entonces, una homogeneización social. Tampoco implica una sociedad apaciguada, el fin de la conflictividad social. Impone, en cambio, una redistribución de esta conflictividad, que ya no se cristaliza alrededor de dos bloques antagónicos, obreros y burgueses, trabajo y capital, sino que se distribuye sobre la escala salarial y se desarrolla en buena parte a través de la concurrencia entre los diferentes estratos salariales. De ahí la forma que toma la negociación entre los “participantes sociales”. Negociación conflictiva, podría decirse, a través de la cual cada categoría reivindica la “participación en los beneficios” del crecimiento, piensa que nunca recibe bastante, pero también puede pensar que en el futuro obtendrá más. Y efectivamente se observa que durante el período que siguió al fin de la segunda guerra mundial, cada categoría socio-profesional ha visto mejorar su situación, al tiempo que las disparidades entre las categorías permanecían casi sin cambios.

La cuestión socio-política esencial que se plantea en este contexto ya no es la de la revolución, sino de la redistribución más equitativa de la riqueza social, o la reducción de las desigualdades. Ya no se trata tampoco del cambio del lugar que ocupa la clase obrera como tal en la sociedad, sino más bien de la mejora de la condición salarial en general. Para resumir ese desplazamiento se podría decir que la clase obrera ha dejado de servir como referente hegemónico a la vez para la lucha política y para el análisis sociológico de la sociedad. La gama de posiciones salariales que la ha sustituido parcialmente es más amplia, más diferenciada, menos dividida ideológica y socialmente, sin que por eso esté más armoniosamente unificada.

Así expresado, este análisis resulta demasiado esquemático. Habría que precisar y matizar algunos puntos. En particular sobre la cronología. Al tratarse de un proceso, es difícil determinar el momento del vuelco. Esta generalización -diferenciación de los asalariados que no pertenecen al proletariado obrero- se inicia en los años treinta, se hace más notable después de la segunda guerra mundial, y comienza a imponerse en los años sesenta (el debate de entonces sobre la “nueva clase obrera” lo señala). Pero incluso después de que, desde un punto de vista sociológico, la clase obrera hubiera perdido su hegemonía entre los asalariados, la referencia a un mesianismo obrero logró mantenerse en el plano político y en las luchas sociales, sostenido por el Partido comunista y la CGT. Fue quizás, paradójicamente, alrededor de 1968 cuando se hizo visible la pérdida de la posición central por parte de la clase obrera. Paradójicamente, porque mayo del 68 marcó “la huelga más grande” del movimiento social, y se obtuvieron ciertas reivindicaciones concernientes en primer lugar a los obreros, como el relevamiento sustancial del SMIC. Pero no por ello se puede hablar de una victoria de la clase obrera como tal. Mayo del 68 realizó más bien un aggiornamento de la sociedad salarial, o si se prefiere, una etapa importante en el proceso de modernización de la sociedad francesa en la cual la clase obrera no fue ni el desencadenante (como se sabe, fueron los estudiantes quienes asumieron este papel), ni el actor privilegiado, ni el beneficiario principal. Con respecto a la tensión entre reformismo y revolución, que atravesaba desde hacía más de un siglo la historia social (y el movimiento obrero mismo), el fin de los años sesenta parece marcar la victoria del reformismo. Esta victoria significa que la clase obrera puede continuar sacando beneficios de los cambios sociales que parecen encaminados en la vía del progreso social, pero que ya no es más el centro de gravedad de este proceso histórico.

II

Si yo hubiera intentado este análisis a fines de los años sesenta o principios de los setenta, me hubiese quedado ahí. O más bien hubiese invitado a interrogarnos sobre el lugar que podría ocupar la clase obrera en una sociedad que parecía empeñada en una transformación de tipo social-demócrata: cierta reducción de las desigualdades, una consolidación del derecho laboral y a la protección social, el refuerzo del papel de la negociación social, una representación más democrática de la importancia de los diferentes “partenaires sociales”, etc. En este contexto, ¿hubiera mantenido la clase obrera cierta unidad y cierta especificidad? ¿o bien se hubiera fundido en una especie de gran clase media, como lo soñaban en los años sesenta ciertos ideólogos del fin de la lucha de clases, como Jean Fourastié? Me parece que las cosas no eran tan sencillas, y que alguna reducción de las desigualdades y de las injusticias sociales no significa necesariamente una homogeneización de las condiciones de existencia y una unificación de los modos de vida.

Pero de todas maneras, no es en estos términos que se plantea hoy el problema. Desde mediados de los años setenta (a partir de lo que se llama la “crisis” pero que es mucho más que un episodio transitorio), se produjo una bifurcación en el proceso de transformación de la sociedad salarial. La trayectoria ascendente de la consolidación del grupo salarial se interrumpió, reabriéndose la cuestión de la asociación creciente del trabajo y de las protecciones que el progreso social parecía promover. La consecuencia fue, a mi entender, una agravación muy profunda del proceso de subordinación y de disociación de la clase obrera iniciado cuando el pasaje de la sociedad industrial a la sociedad salarial.

En efecto, si el desarrollo de la sociedad salarial implicaba necesariamente, a mi juicio, la pérdida de la posición central del asalariado obrero en la estructura social, esta subordinación no entrañaba sin embargo una degradación del status de las categorías salariales que componen la clase obrera. Incluso se produjo lo contrario. Las categorías obreras también se habían beneficiado de la mejora general de la condición salarial, tanto en términos de ingresos como de derechos sociales. Con grandes disparidades, evidentemente, y la suerte de los OS (categoría salarial baja), por ejemplo, no tenía nada de envidiable (por otra parte, no es casual que las grandes luchas sociales de principios de los años setenta se relacionaran sobre todo con los OS). Sin embargo, tratándose del período llamado, de una manera por otra parte discutible, “los treinta gloriosos”, se puede hacer una doble observación:

– una mejora general de la suerte de las diferentes categorías obreras en relación a su situación en la sociedad industrial, y sobre todo en relación a los inicios de la industrialización.

– y una relativa cohesión de cada una de esas categorías cuyo status es relativamente homogéneo y relativamente estable. Esto es cierto, me parece, incluso para los asalariados menos provistos, pagados por el SMIG (salario mínimo). Si el SMIG no tiene, por cierto, nada de maravilloso, representa al menos el primer estrato de la inscripción en la sociedad salarial, que, además del salario, implica la participación en el sistema de derechos sociales (derecho laboral, convenciones colectivas, protección social…). De manera que, en un período de cuasi-pleno empleo, cuando el acceso al trabajo parece asimismo cuasi-asegurado, se hubiera podido hablar de una especie de estatus social mínimo garantizado, que comprende incluso las categorías inferiores del grupo asalariado (en este contexto aquéllos que están ubicados por debajo de ese umbral están también en lo esencial fuera del mundo del trabajo regular, y forman un “cuarto mundo” residual).

Esta es la cuestión que parece hoy replantearse por la degradación del status de numerosas categorías salariales. Por una parte, se observa la multiplicación de situaciones de trabajo por debajo de ese “estatus social mínimo garantizado” 2. Por otra parte, y de modo más general, se observa una pulverización de la estabilidad de numerosas categorías salariales. Los asalariados de un mismo estatus dejan de estar “cubiertos” de manera homogénea y pueden tener un destino social completamente diferente. Este es el efecto de dos riesgos importantes que han aparecido, o al menos que se han agravado considerablemente, el riesgo desempleo y el riesgo precariedad, y que tienen consecuencias particularmente desestructurantes sobre las categorías obreras, y ello de dos maneras.

Por una parte, se sabe que el desempleo y la precariedad afectan de diferente manera a las distintas categorías sociales según un orden que sigue, grosso modo, la estratificación social (así la proporción de persona] jerárquico desempleado es claramente menor que la de obreros desempleados, y entre los obreros, los obreros no calificados están desempleados mucho más a menudo que los obreros calificados). La nueva coyuntura del empleo ahonda así las disparidades entre las diferentes categorías de asalariados, en detrimento de los estratos inferiores del grupo salarial. Se puede decir también que, a partir de “la crisis”, se han abierto nuevas desigualdades al lado de las desigualdades “clásicas”, como las desigualdades de ingresos, que se mantienen 3. Al golpear con más fuerza a las categorías ya ubicadas “abajo de la escala social”, acrecienta aún más su subordinación.

Pero el desempleo y la precariedad producen otros efectos destructivos que, aunque no tan inmediatamente visibles, son por lo menos igualmente graves, porque quiebran las homogeneidades Sea, por ejemplo, dos obreros de la misma calificación (ya sean más o menos calificados). Siendo todo lo demás igual, habrá enormes disparidades entre la trayectoria de aquél que conserve su empleo y su estatuto profesional toda su vida (felizmente) y el destino social del que se convierta en desempleado de larga duración, o que alterne períodos de empleo con períodos de inactividad. Esta desigualdad masiva entre asalariados del mismo status rompe las solidaridades intracategoriales que se basaban en la organización colectiva del trabajo y la homogeneidad de condiciones compartidas por grandes conjuntos de trabajadores. Esta transformación parece poner en tela de juicio la noción misma de “clase”, en cuanto ella entraña una des-colectivización de las condiciones de trabajo y de los modos de organización de los trabajadores.

En efecto, la concepción clásica de la clase obrera se basa en último análisis en la existencia de colectivos obreros que tienen su raíz en una determinada comunidad de condiciones y una determinada comunidad de intereses. Siempre se supo (y Marx el primero en tener consciencia de ello) que esta identidad nunca fue totalmente realizada, y que la clase obrera nunca representó una unidad absoluta, ni desde el punto de vista de las condiciones de existencia ni desde el punto de vista ideológico o político. Sin embargo, no se podría hablar de “clase” sin plantear cierta preponderancia de lo colectivo sobre lo individual.

Esta preponderancia es lo que hoy se debe interrogar. El mundo obrero (en tanto haya existido como “mundo”, en todo caso lo era sobre la base y en la medida de esta preponderancia de lo colectivo) ¿no ha sido minado por un proceso de individualización que disuelve sus capacidades de existir como colectivo? ¿No solamente como un colectivo global (la clase obrera con C mayúscula), sino también como un conglomerado de colectivos correspondientes a diferentes formas de condiciones relativamente homogéneas capaces de unificarse en tomo a objetivos comunes? (Una gran huelga, una “avanzada social” importante siempre han correspondido a una cristalización de colectivos particulares en un colectivo más amplio). De tal manera, las transformaciones más recientes de la organización del trabajo no se traducen solamente en el desempleo masivo y la creciente precariedad de las condiciones de trabajo. Ellas transforman también profundamente las relaciones de trabajo. En un mercado de trabajo cada vez más competitivo, los asalariados están sometidos a presiones demasiado fuertes para ser móviles, adaptables, flexibles. Bajo la amenaza del desempleo (y sin duda también porque muchos, de grado o por fuerza, se pliegan a la ideología empresarial que exalta la flexibilidad y el espíritu de iniciativa) entran en concurrencia y se ven llevados a jugar el juego de la competencia. Se asiste asi a un desarrollo de la concurrencia entre iguales, es decir entre trabajadores del mismo estatus 4. Éstos se ven conducidos a poner en juego sus diferencias, antes que a apoyarse sobre lo que tienen en común. Hay también una correspondencia profunda entre lo que Ulrich Beck llama “la desestandarización del trabajo” 5 y el recurso a estrategias individuales, antes que a estrategias colectivas, para afrontar esas situaciones nuevas. Por una parte, el mundo del trabajo se divide con el desarrollo de la sub-remuneración, la multiplicación de formas “atípicas” de empleo, el trabajo parcial, el trabajo intermitente, las nuevas formas de trabajo “independiente”, etc. Faltan entonces los puntos de apoyo para la organización y la acción colectivas, cuyo modelo fue representado por la gran empresa. La consecuencia de estos cambios “objetivos” es que el trabajador como persona, cada vez más, queda librado a sí mismo, y debe movilizarse para tratar de hacer frente él mismo a esas situaciones. Al parecer, cuanto más precarias son las condiciones de trabajo, más los trabajadores se ven obligados a desenvolverse, hacer de todo, tratar de salir del paso mal que bien. En estas condiciones, ¿se puede hablar de “ciases” de individuos, o de individuos atomizados, de alguna manera condenados a ser individuos, individuos por defecto? Cabe recordar aquí las condiciones de contratación de la fuerza de trabajo a comienzos de la industrialización, analizadas entre otros por Marx. También entonces el trabajador era tratado como un individuo “libre” y sin protección, y se sabe cuánto le costó. Fue al inscribirse en colectivos, colectivos de trabajo, colectivos sindicales, regulaciones colectivas del derecho laboral y de la protección social, como se liberó de las formas negativas de la libertad de un individuo que no es más que un individuo. ¿Qué le sucede al individuo, y qué puede hacer, cuando es desarticulado de los colectivos protectores? La historia de la clase obrera muestra que los individuos trabajadores han podido acceder a cierta independencia sobre la base de organizaciones colectivas y de su inscripción en colectivos. El análisis de la reestructuración actual de las relaciones muestra que es un proceso inverso el que domina las recomposiciones en curso.

La descolectivización actual de las relaciones de trabajo representa así un nuevo trato susceptible de replantear la noción misma de clase tal como fue construida históricamente. Ella desestabiliza las formas clásicas de organización del trabajo que dieron las bases de la unificación de los trabajadores y de su capacidad de resistencia, aunque a menudo bajo formas muy costosas y “alienantes”, como en el caso de la organización tayloriana del trabajo. Pero la eclosión de esas formas colectivas corre el riesgo de acrecentar la subordinación y profundizar la desigualdad de condiciones de las clases populares. El reverso de la descolectivización del trabajo es, en efecto, su reindividualización, que deposita en el trabajador la responsabilidad principal de asumir él mismo los avatares de su trayectoria profesional. En tal sentido, los diferentes grupos sociales están desigualmente preparados para enfrentar esas exigencias nuevas. Los menos calificados, los que más carecen de “capitales”, no sólo económicos, sino también culturales y sociales, son también los que más padecen cuando un modelo de individualización de las relaciones de trabajo sustituye a uno de colectivización. Los trabajadores menos calificados, los más precarios, son también los que parecen más desprovistos de los recursos necesarios para estructurar colectivos emancipadores.

Estas afirmaciones parecerían quizás exageradamente pesimistas. Sin embargo, no queda excluido que pueda haber nuevas formas de organización que correspondan a esas nuevas formas de desestructuración de los antiguos colectivos. Es también, sin duda, el principal desafío por afrontar hoy: llegar a recolectivizar situaciones que, cada vez más, se desarrollan bajo la forma de una individualización desregulada. Fue, por otra parte, el desafío que recogió la historia social el que permitió la constitución del grupo asalariado obrero como clase a partir de la situación atomizada del proletariado de comienzos de la industrialización. Entonces, no es imposible a priori que hoy se pueda recoger un desafío análogo. ¿Pero cómo, en qué condiciones, movilizando qué recursos, y con qué probabilidades de éxito? No soy profeta. Me guardaré, pues, de responder a estas preguntas. Pero pienso que en todo caso las posibilidades de promover un futuro mejor deben partir de un diagnóstico sin complacencias sobre el presente. Éste nos muestra que la unidad relativa de la clase obrera está deshecha; que su desestructuración corre el riesgo de dejar que se asiente en sus márgenes un flujo cada vez mayor de trabajadores y ex-trabajadores abandonados a sí mismos, cuya situación recuerda a la los primeros proletarios; que la dinámica más poderosa del capitalismo contemporáneo activada por la ideología neo-liberal, trabaja por la desestructuración de los sistemas de regulaciones colectivas que habían estabilizado la condición salarial; y que los contrapoderes necesarios para dominar esos factores de individualización negativa, y que no pueden ser sino colectivos, todavía están por encontrarse.

Publicado originalmente en  Actuel Marx «Las nuevas relaciones de clase»

NOTAS

1 Luc Boltanski, Les cadres, Paris, Editions de Minuit, 1982.

2 Se trata del desarrollo de una especie de segundo mercado de trabajo, o de un submercado de trabajo que proliféra por debajo del SMIC y procura un status inferior al del asalariado completo, tanto en términos de ingresos como de derechos. Estas formas de subempleo no se desarrollan solamente en el marco de las prácticas del capitalismo salvaje, como por ejemplo en ciertos sectores como la sub-contratación. Las medidas públicas de “tratamiento social del desempleo» contribuyen también a la constitución de un infraasalariado (cf. por ejemplo el estatus de los CES y de diferentes formas de “empleos asistidos”).

3 Cf. también Jean-Paul Fitoussi, Pierre Rosanvallon, Le nouvel âge des inégalités, Paris, Le Seuil, 1997.

4 Cf. Dominique Goux, Eric Maurin, La nouvelle condition ouvrière. Nota de la Fondation Saint-Simon, Paris, octubre 1998.

5 Ulrich Beck, Risk Society, London, Sage Publication, 1992.

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2 respuestas a ¿Por qué la clase obrera perdió la partida?

  1. Porque él capitalismo nos insertó en una cultura de sumisión eufórica donde la discriminación, la desigualdad y la exclusión de una sociedad sin vínculos efectivos de integración, que nos anula como personas y sociedad. Este sistema nos destruye, nos quita el humanismo, y nos convierte en consumidores, ávidos de vida artificial e inhumana, inducidos al consumismo y al individualismo.
    La alienación, la deshumanización del ser humano, enajenado, inducido el consumismo y al individualismo.
    La sumisión despreciadora de la persona humana donde la vida, la dignidad y los derechos se vuelven un negocio, se tranzan en la bolsa y el ser humano convertido en un simple individuo productor, en un bien de consumo.
    El capitalismo domesticó a la clase trabajadora, la hizo inofensiva a los intereses de los capitalistas. Las tarjetas de pago y el crédito han permitido al capitalismo volver invisible su auténtica infraestructura de explotación, permeando así nuestro inconsciente y hasta nuestra piel. Esta es la realidad del capitalismo el cual ha permeado nuestro inconsciente y hasta nuestra piel, la descomposición humana, la sumisión despreciadora de la persona, de los valores y principios, solo importa el dinero para consumir, la servidumbre voluntaria, la alienación, la corrupción generalizada.
    Al capitalismo no le interesa la dignidad humana, solo buscan el lucro a como dé lugar, convirtieron al ser humano en un bien de consumo.
    En una sociedad sin vínculos efectivos de integración ¿cómo se puede exigir a los individuos proceder con ética y probidad? No es el ser humano, es la educación, los valores y principios recibidos. Somos el producto de un sistema corrupto e inmoral.
    El capitalismo no puede reformarse ni humanizarse, pues incluye en su esencia la alienación, la corrupción, la explotación, la deshumanización del individuo y la servidumbre voluntaria.
    Debemos luchar por un sistema al servicio del hombre y no el hombre al servicio del sistema. Un mundo donde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres.
    Marx tenía y tiene razón, debemos hacer la revolución…

  2. amparo dijo:

    A LOS capitalistas, no les ha convenido jamas que los trabajadores estuvieran unidos por medio de sindicatos , por que no es lo mismo que vaya un trabajador solo, a defender su situación en la empresa , que con un dirigente del sindicato y con todos los afiliados detrás , pues ami me ha parecido que desde hace unos años atrás , los empresarios han cogido mucha fuerza y a los sindicatos les han apretado las tuercas demasiado , por que los sindicatos no han sabido atraerse a los trabajadores para tener la fuerza detrás y hacer una huelga de tras de otra , ¿ por que para que tenemos a los sindicatos ,sino para amenazar a los empresarios con huelgas y huelgas , con los trabajadores detrás?. BUENO el caso es que el CAPITALISMO ES EL PEOR ENEMIGO DE LA CLASE TRABAJADORA . PUES nos esta haciendo pasar muchas calamidades , desde dejarnos sin trabajo , sin casas ,pasando hambre en muchas familias , en los ambulatorios muchos medicamentos no te los dan tienes que comprarlos tu ,que no tienes ni para comer y mientras cada vez mas saliendo mas ladrones de guante blanco , esto es un sin vivir ,no se lo que puede pasar con destruir la unión de los trabajadores ,un saludo .

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