La idea de partido en Marx

Estamos convencidos queridos amigos, sin ningún tipo de duda, que algún día anunciaremos desde estas páginas alguna noticia chula, tipo «el fin de la monarquía en España y el advenimiento de la III República», «la llegada del socialismo de cada día» o algo por el estilo. Pero hoy no es ese día. Ni ayer, ni anteayer. Todo lo contrario, no nos reponemos de un susto cuando entramos en otro soponcio.

Aún nos estamos reponiendo de la crisis chipriota. Crisis que ha puesto a la vista de todo el mundo la falta de liderazgo en la UE, sus criterios cambiantes (hoy una quita del 10% y mañana la rebajo al equis por cien), ha acabado con la confianza de los depositantes que pensaban tener cubiertas sus rentas hasta 100.000 euros (en cualquier momento, por el arte de birlibirloque te cambian las reglas del juego y te vuelan las cuatro perras ahorradas)…Pues bien, aún no nos hemos repuesto cuando leemos -y no sin cierta inquietud- los movimientos bélicos que se están produciendo en Corea del Norte, la retórica militarista y las alarmas en los principales afectados Japón y Corea del Sur. En resumen, tenemos la sensación de estar sobre un polvorín que en cualquier momento nos puede volar las pelotas (léase testículos, huevos o cojones).

Mientras llega o no la sangre al río, Marx desde Cero sigue con su planificación. Continuando con el estudio del concepto de partido que iniciamos con Gramsci y su «moderno príncipe» caímos en la cuenta que dábamos por supuesto las reflexiones de Marx sobre el tema y que esto podía ser un error. COMUNARDS (Spiralize) Un error porque en esto, como en otras cuestiones, Marx no fue muy ordenado y no existe una teoría general del partido como tal en su obra aunque la palabreja en cuestión aparece por doquier. Prestos y dispuestos a enmendar el error, a facilitar la comprensión, nos pusimos manos a la obra para encontrar un texto que nos ayudara. Y vaya que lo encontramos. El trabajo en sí es de otro clásico, Carlos Pereyra, y se publicó en el nº 54-55 de la revista Cuadernos Políticos. Ésta fue una publicación en la que confluyeron toda una generación de intelectuales críticos latinoamericanos que,‭ ‬con el ascenso de las dictaduras militares de la década del 70 en Centro y Sudamericana, tuvieron que exiliarse en México.

Pues eso, buena lectura y mejor reflexión.

A. Olivé

(Descárgate el artículo en PDF aquí)

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La idea de partido en Marx

Carlos Pereyra

Como ha sido señalado de manera reiterada, carece de sentido pretender encontrar en la obra de Marx una teoría general del partido de la clase obrera. No obstante la frecuente aparición del vocablo partido en sus escritos, «sería vano buscar en Marx una exposición sistemática y completa de la teoría del partido proletario, de su naturaleza, de sus características«.[1] La dificultad no consiste sólo en la ausencia de una elaboración sistemática de esa teoría, sino en la ausencia también —en la obra de Marx— de ciertos problemas (o preguntas) que el despliegue posterior del movimiento obrero y el desarrollo de la lucha por el socialismo mostraron como problemas centrales. En efecto, Marx se planteó de manera insuficiente la cuestión de si el propio proceso de maduración del proletariado, generado por la lucha de clases, basta para constituir el sujeto revolucionario o si, además, es preciso contar con la intervención de un factor externo a. ese proceso: un aspecto del partido revolucionario —y no un aspecto secundario— no fue verdaderamente aclarado por Marx. Admitido que, en la inmediatez de su condición, el proletario no puede alcanzar en modo alguno una visión de conjunto del sistema social, ni promover su derrumbe; admitido pues, que su acción como clase pueda desarrollarse sólo gracias a la superación de esa inmediatez, y por lo tanto a través de la mediación de una conciencia revolucionaria, ¿cuál es el proceso, el mecanismo, a través del cual puede producirse esa conciencia? ¿Puede la conciencia de clase, sobre la base de una necesidad intrínseca, madurar en el proletariado como un proceso espontáneo de elementos que ya están presentes en su objetividad social y que se vuelven cada vez más dominantes hasta prevalecer sobre los demás elementos originarios que condenaban a la clase a la subordinación y la disgregación? ¿O es que tal conciencia forzosamente representa una superación global de la inmediatez proletaria, y no puede madurar si no es a través de un salto dialéctico, de la acción de fuerzas externas y su entrelazamiento con la acción espontánea de la clase? Marx no enfrentó ese problema. Aunque su concepción general de la revolución proletaria postulaba indirectamente una cierta solución (la del «elemento externo» y no la de la espontaneidad) no cabe duda respecto de que no son pocas ni secundarias las afirmaciones suyas que podrían o pueden utilizarse para fundamentar una solución opuesta. No se trataba de un elemento de poca importancia, y no es casual que la polémica teórica relativa a la definición de una teoría del partido revolucionario se haya desarrollado sobre todo en torno de ello.[2]

Si este vacío teórico en la obra de Marx dio pie a un prolongado debate sobre el problema de la relación clase-partido, el asunto se vuelve más complejo cuando se advierte que no sólo está en juego el vínculo de proletariado y partido sino también el que mantienen con la organización política otras fuerzas sociales dominadas. En efecto, la imagen de la revolución que Marx se forja deriva del esquema binario expuesto en el Manifiesto y que de uno u otro modo guía toda su reflexión:

nuestra época, la época de la burguesía, se distingue por haber simplificado las contradicciones de clase. Toda la sociedad va dividiéndose, cada vez más, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases, que se enfrentan directamente: la burguesía y el proletariado.

Sin embargo, la historia de las sociedades capitalistas muestra que la tendencia a la simplificación de las relaciones de clase es contrarrestada por tendencias más fuertes y que, por tanto, la lucha directa clase contra clase se desenvuelve en un abigarrado marco social donde intervienen numerosas otras fuerzas y contradicciones sociales. Ello pone sobre el tapete un problema más diversificado que la relación simple partido-clase.

Ahora bien, ¿en qué consiste propiamente el problema de la relación partido-clase o, como sería mejor decir, partido-fuerzas sociales dominadas? Si uno se atiene a los términos del debate, todo parece indicar que se trata de discernir si el partido es una formación externa a la clase y, por tanto, obligado a resolver la tarea básica de su articulación con ésta y con el conjunto de los dominados o, en su defecto, si es producto natural del proceso de formación de la clase. El Manifiesto no parece dejar dudas de que Marx se inclina por esta segunda versión:

las colisiones entre el obrero individual y el burgués individual adquieren más y más el carácter de colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan a formar coaliciones contra los burgueses y actúan en común para la defensa de sus salarios. Llegan hasta formar asociaciones permanentes para asegurarse los medios necesarios, en previsión de estos choques eventuales […] Esta unión es propiciada por el crecimiento de los medios de comunicación creados por la gran industria y que ponen en contacto a los obreros de diferentes localidades. Y basta este contacto para que las numerosas luchas locales, que en todas partes revisten el mismo carácter, se centralicen en una lucha nacional, en una lucha de clases. Mas toda lucha de clases es una lucha política […] Esta organización del proletariado en clase y, por tanto, en partido político, vuelve sin cesar a ser socavada por la competencia entre los propios obreros. Pero resurge, y siempre más fuerte, más firme, más potente.

Aunque se admita la tendencia a la centralización nacional de las luchas sociales y, en consecuencia, a su transformación en lucha política, no por ello puede aceptarse que la organización del proletariado como clase equivale a su organización en partido político. Es claro que en este texto Marx utiliza la expresión partido político con significado distinto al que hoy posee.

No hay que perder de vista toda la ambigüedad que el término «partido» tiene en esa época. Lo mismo designa una organización estructurada de modo estricto [… ] que un conjunto poco conexo de elementos con más o menos afinidades ideológico-políticas [… ] que la tendencia representada por una publicación, que los seguidores de una personalidad, que una clase o fracción de clase, tomada en su comportamiento frente a las otras, etcétera. Marx y Engels hacen este uso ambiguo del término igual que los demás escritores de su tiempo.[3]

Pero no se trata sólo de una ambigüedad en el uso del vocablo, de una imprecisión resultante de la incorporación reciente del término en el vocabulario político, sino de que el fenómeno mismo, la forma orgánica designada hoy por el término partido, no hacía todavía su aparición en escena o apenas adoptaba sus primeras manifestaciones.

La equivocidad del término partido en el discurso de Marx debe tomarse en cuenta para no incurrir en lecturas anacrónicas, es decir, para no atribuir al vocablo valor semántico diferente al que tiene en el uso que el autor le asigna. Así, por ejemplo, cuando en el Manifiesto se lee

los comunistas no forman un partido aparte, opuesto a los otros partidos obreros […] los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad; y, por otra parte, en que, en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento en su conjunto. Prácticamente, los comunistas son, pues, el sector más resuelto de los partidos obreros de todos los países, el sector que siempre impulsa adelante a los demás; teóricamente, tienen sobre el resto del proletariado la ventaja de su clara visión de las condiciones, de la marcha y de los resultados generales del movimiento proletario. El objetivo inmediato de los comunistas es el mismo que el de todos los demás partidos proletarios: constitución de los proletarios en clase, derrocamiento de la dominación burguesa, conquista del poder político por el proletariado,

es claro que en estos pasajes la noción partido no refiere a instituciones orgánicas como las que ahora conocemos, sino a meras corrientes ideológico-políticas sin perfil preciso.

La ambigüedad del vocablo partido en los textos de Marx no proviene sólo, como se dice más arriba, de que era una novedad terminológica a mediados del siglo pasado y de que el fenómeno mismo de organización política en instituciones estructuradas apenas comenzaba a manifestarse, sino también de la tentación observable en sus escritos a identificar agentes (fuerzas) sociales y agentes (fuerzas) políticas. Por ello los términos clase y partido son intercambiables en numerosos pasajes de su obra. Ello se advierte de modo cabal en Las luchas de clases en Francia, donde Marx —con motivo de la instauración de la república durante el gobierno provisional de febrero— escribe que «el proletariado apareció inmediatamente en primer plano como partido independiente«. La formulación no se refiere, como pudiera parecer, a una organización política específica, sino al conjunto de formas orgánicas y acciones a través de las cuales el proletariado interviene en ese momento histórico.

De modo explícito o implícito esta noción de clase-partido o partido-clase es una de las nociones operatorias fundamentales de Marx en sus grandes análisis de la revolución de 1848, generalmente bajo las expresiones de «partido del proletariado«, «partido de la burguesía«, «partido de la pequeña burguesía«, etcétera. Expresiones que no significan para Marx, obvio es decirlo, que a cada clase corresponda un solo partido («partido» en el sentido más corriente del término), sino que la clase, el conjunto de sus organizaciones, partidos, individuos, actúa como «partido» frente a las otras clases.[4]

Más tarde, sin embargo, tales expresiones («partido de la burguesía«, «partido del proletariado«, etcétera, empleadas por Marx en el sentido señalado, fueron utilizadas en el marco de un esquema restrictivo de la relación clase-partido. Así, por ejemplo, llegó a convertirse en tesis incuestionable la afirmación de Stalin según la cual «allí donde no  existen varias clases […] no puede haber varios partidos, dado que [un] partido es parte de [una] clase«. Es preciso subrayar de manera enfática, pues, que no hay motivo alguno en virtud del cual la clase deba actuar a través de un solo partido político y la experiencia histórica muestra, por el contrario, su tendencia a participar en varios partidos. Ahora bien, no basta con reconocer que no hay correspondencia biunívoca entre clases y partidos. Hace falta ir más allá y admitir que las clases son formaciones heterogéneas en cuyo interior se dan marcadas diferencias políticas e ideológicas, desarrollo desigual de la conciencia, que les impiden actuar de manera unitaria en un canal partidario único. Más aún, clase y partido son conceptos que operan en distintos niveles de abstracción y remiten a momentos diferentes de la realidad social, por lo que resulta abusivo decir que las clases como tales forman partidos y que éstos son expresión o instrumento de aquéllas.

Es cierto que tal conceptualización está muy difundida en la literatura socialista y que Engels, por ejemplo, en la introducción a Las luchas de clases en Francia define los partidos como «la expresión política más o menos adecuada de […] clases y fracciones de clase«. Sin embargo, en una carta a Bebel el propio Engels hizo notar que «la solidaridad del proletariado se lleva a la práctica en todas partes en diversas agrupaciones partidarias que siguen cargando con mortales enemistades mutuas» y, hacia el final de su vida, veía en el regionalismo antiprusiano de las zonas alemanas católicas la base del entonces naciente Partido del Centro que agrupaba a elementos de diversas clases. Marx, por su cuenta, en El Dieciocho Brumario consideraba que factores ideológicos eran la única causa por la que en 1848 la fracción republicana de la burguesía se enfrentó al sector monárquico de esa clase. Así pues, los intereses de clase tal como son vividos por los miembros de una clase social nunca son suficientes para determinar de manera unívoca la adscripción a un partido dado. No sólo la heterogeneidad originaria de las diversas fracciones y núcleos de una clase, sino también las divergencias ideológicas, se combinan para conformar un cuadro político que jamás corresponde puntualmente a las divisiones de clase. Los agentes (fuerzas) que participan en las relaciones políticas no son la traducción exacta de los agentes (fuerzas) que intervienen en las relaciones de clase (producción).

La figura de la clase-partido aparece de manera persistente en la obra de Marx. En su redacción del texto relativo a los estatutos generales de la Asociación Internacional de los Trabajadores adoptado en el congreso de La Haya (1872) se dice que «el proletariado no puede obrar como clase si no se constituye en partido político propio, distinto y opuesto a todos los viejos partidos formados por las clases poseedoras«. Se trata de una fórmula demasiado abreviada, y por ello confusa, pues las clases no se constituyen por sí mismas en partidos políticos y ni siquiera forman como tales los partidos. ¿En qué sentido puede, entonces, afirmarse el carácter de clase de un partido? O bien se trata de un enunciado empírico descriptivo referente al hecho de que una proporción mayoritaria de los militantes del partido provienen de cierta clase social o, mejor aún, referente al hecho de que un porcentaje considerable de los miembros de una clase se identifican con el partido y reconocen en su programa un instrumento para la defensa de sus intereses; o bien se trata de un enunciado teórico abstracto referente a que los objetivos generales del partido coinciden con los intereses históricos que la teoría le atribuye a la clase. Ambos planos de la cuestión no tienen por qué coincidir, pues en cierto momento los integrantes de una clase pueden reconocerse en un partido que, sin embargo no garantiza el cumplimiento de sus intereses históricos y, viceversa, no identificarse con un partido que, sin embargo, está comprometido con tales intereses.

Aunque en el esfuerzo por acercar la concepción del partido de Marx y la que se desarrolla más tarde, sobre todo a partir de Lenin, con frecuencia se pretende (como Magri en el pasaje arriba transcrito) encontrar en el discurso de Marx la idea de exterioridad, lo cierto es que para éste el partido no es algo externo a la clase sino la clase misma organizada políticamente. En La miseria de la filosofía Marx sintetiza de la siguiente manera el proceso de formación del partido de los trabajadores:

las condiciones económicas transformaron primero a la masa de la población del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado a esta masa una situación común, intereses comunes. Así pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital, pero aún no es una clase para sí. En la lucha […] esta masa se une, se constituye como clase para sí. Los intereses que defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una lucha política.

El único apoyo empírico del que dispone Marx para sostener esta síntesis en 1847 es el cartismo inglés, o sea, un movimiento más que un partido en el sentido moderno del término.

En cualquier caso, la evolución posterior del cartismo no convalida la tesis de que la clase misma se constituye en partido político.

La tesis de la exterioridad es elaborada posteriormente aunque, por desgracia, junto a planteamientos que la debilitan. Así, por ejemplo, Lenin en ¿Qué hacer? escribe:

La historia de todos los países atestigua que la clase obrera, exclusivamente con sus propias fuerzas, sólo está en condiciones de elaborar una conciencia tradeunionista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en sindicatos, luchar contra los patronos, reclamar del gobierno la promulgación de tales o cuales leyes necesarias para los obreros, etcétera. En cambio la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas que han sido elaboradas por representantes instruidos de las clases poseedoras, por los intelectuales. Por su posición social, también los fundadores del socialismo científico contemporáneo, Marx y Engels, pertenecían a la intelectualidad burguesa. Exactamente del mismo modo, la doctrina teórica de la socialdemocracia ha surgido en Rusia independientemente en absoluto del crecimiento espontáneo del movimiento obrero, ha surgido como resultado natural e inevitable del desarrollo del pensamiento entre los intelectuales revolucionarios socialistas.

No examinaremos aquí dos ideas insostenibles de Lenin: la idea de que la clase obrera librada a su propia fuerza sólo está en condiciones de elaborar conciencia sindicalista y la caracterización de Marx como perteneciente a la intelectualidad burguesa.

No obstante la fragilidad de estos dos planteamientos, Lenin tiene razón frente a Marx en subrayar que doctrina socialista y partido son exteriores al desarrollo propio del movimiento obrero. Sin duda, ni la teoría socialista ni los partidos comprometidos con el programa socialista son pensables sin el movimiento obrero y, en algún sentido, son proyecciones (teórica y política) de este movimiento, pero no son su resultado natural. Por ello nunca está resuelta de antemano la fusión, para utilizar la expresión clásica, de movimiento obrero y doctrinario a programa socialista. La aparición tanto de la teoría socialista como de partidos ligados a la lucha por el socialismo es producto histórico de la aparición de una nueva clase social explotada cuyo crecimiento cuantitativo y cualitativo es obra de la expansión del capitalismo. En tal virtud, son efecto teórico y político de las significaciones ideológicas producidas por el surgimiento de un nuevo actor social: el movimiento obrero. La noción de exterioridad no desconoce este vínculo pero subraya que la presencia de nuevos actores políticos (partidos) no es consecuencia inmediata y directa de la existencia de nuevos actores sociales. Afirmar la exterioridad del partido respecto de la clase equivale, en definitiva, a reconocer la no identidad de fuerzas sociales y fuerzas políticas.

Dado el hincapié de Marx en la acción propia de la clase, no se plantea la cuestión de la exterioridad y en sus escritos, con frecuencia, partido y clase son vocablos que refieren al mismo actor. No puede ignorarse, sin embargo, la necesidad de establecer distinciones claras, pues se trata de conceptos que remiten a dimensiones diferentes de la realidad cuya relación debe fijarse de modo riguroso. La relación no es cabalmente aprehendida cuando se la describe como si se tratara de la que guarda la parte con el todo. Es insuficiente, por ello, la precisión que introduce Monty Johnstone:

cuando ellos [Marx y Engels] hablan descuidadamente del partido proletario como si fuese idéntico a la clase en su conjunto, los contextos muestran con claridad que se refieren en forma de sinécdoque a la clase cuando en realidad se están refiriendo a su «sector políticamente activo», al que la clase apoyará cada vez más a medida que «madura para su autoemancipación» […][5]

Matizar así la cuestión no permite resolver la dificultad pues si el partido no es la clase en su conjunto, tampoco es su «sector políticamente activo». Hay sectores políticamente activos de una clase cuya actividad no se realiza, sin embargo, a través de los partidos (o se realiza en partidos antagónicos) y, por otra parte, los miembros de un partido determinado tienen diverso origen de clase. La abigarrada composición social de un partido es, sin duda, una variable ligada a su definición ideológico-política, por lo que organizaciones comprometidas con la transformación socialista de la sociedad, por ejemplo, tenderán a vincularse de manera primordial con núcleos de la clase obrera y de las demás clases dominadas, pero ello no convierte al partido en el «sector políticamente activo» de una clase. Es indispensable advertir, pues, que las clases no actúan como tales en los partidos.

Si bien los objetivos programáticos de un partido deciden el campo de posibilidades de su arraigo social y la mayor o menor presencia en su interior de miembros de tales o cuales clases, ello no resuelve de antemano el complejo asunto de la relación partido-clases y tampoco justifica la confusión de planos. En un discurso a una delegación de sindicalistas alemanes en 1869, Marx dijo que

en los sindicatos los obreros se educan y se hacen socialistas porque la lucha contra el capital tiene lugar bajo sus propios ojos y todos los días. Todos los partidos políticos, cualquiera que sea su naturaleza y sin excepción, sólo pueden mantener el entusiasmo de las masas durante muy poco tiempo; los sindicatos, sin embargo, están arraigados en las masas de una forma más duradera; sólo ellos son capaces de representar un verdadero partido obrero y de oponer un baluarte al poder del capital.

Con independencia de la validez que pueda tener la tesis respecto a la consistencia del arraigo en las masas de los partidos, lo cierto es que los sindicatos nunca representan «un verdadero partido obrero», si por partido se entiende un tipo peculiar de organización política capaz de plantearse la cuestión del poder. No se trata, por supuesto, de negar que los sindicatos, al igual que otros organismos sociales, cumplen tareas políticas y que su actividad toda está cargada de significación política pero, desde luego, ello no cancela las diferencias entre la forma orgánica sindicato y la forma orgánica partido, las cuales se inscriben en ejes distintos de las relaciones sociales.

No está en duda la centralidad de la clase obrera como base social fundamental en la lucha por el socialismo.

No se trata, por tanto, en términos marxistas, de «elegir» entre organización y espontaneidad, o entre partido y clase. En realidad, no existe tal opción, y los marxistas han insistido con toda razón en que para ellos ésa era una falsa dicotomía. A pesar de todo, las divergencias han sido muy reales y se han centrado en torno a las diferentes opiniones sobre la relación de la clase obrera con la organización y sobre el peso relativo que había que atribuir a cada una de ellas […] el propio Marx se sitúa en un extremo del espectro, en la medida en que hace mucho hincapié en-la acción de la clase.[6]

En buena parte ese hincapié tiene origen en el insostenible esquema binario que prefiguraba la polarización de la sociedad en dos únicas clases: burguesía y proletariado. La más compleja estructura de clases de las sociedades capitalistas obliga a ver el partido no como la vanguardia o sector políticamente activo de la clase, sino como el lugar de articulación de una variada serie de movimientos y fuerzas sociales. El partido revolucionario es de clase sólo en la medida en que se propone organizar la realización de la tarea histórica que la doctrina socialista asigna al proletariado y, en consecuencia, en la medida en que sus cuadros tienen en número importante ese origen de clase, pero ello no autoriza a calificarlo como expresión política o instrumento de la clase.

Más que expresión política de una clase, el partido es la única forma orgánica susceptible de funcionar como lugar de síntesis de una pluralidad de movimientos sociales. Su papel en la construcción de una nueva hegemonía lo obliga, en todo caso, a ser expresión de diversas clases, o sea, de las que forman el bloque social dominado. Junto a las dos clases fundamentales de la sociedad capitalista existen varias otras clases y capas sociales subalternas cuya adhesión al proyecto histórico de una u otra clase fundamental determina su hegemonía respectiva. El partido tiene una función insustituible en la construcción de esa nueva hegemonía, es decir, en la articulación social alrededor del proyecto histórico del proletariado. Estará en condiciones de cumplir esa función sólo en tanto su capacidad de convocatoria desborde los marcos de la clase en cuanto tal y pueda aspirar a elevar el proyecto de clase al nivel de un proyecto verdaderamente nacional. Así pues, por una parte, carece de sustento empírico la idea de que el partido constituye la representación orgánica de la clase, es decir, resulta simplista afirmar que es instrumento político de ésta y que su tarea es expresarla políticamente. Por otra parte, es restrictivo sostener —aunque el proletariado opera, en efecto, como agente revolucionario fundamental—que el partido aparece como vehículo para la organización de las iniciativas de una sola fuerza social, por más que se trate de una clase fundamental.

En cualquier caso, la razón básica para rechazar la concepción instrumentalista del partido radica en que la clase no es un sujeto ya dado del cual emana la organización política, sino un agente cuya constitución como fuerza revolucionaria supone la mediación del partido. La centralidad de la clase obrera en la lucha por la transformación del orden social no basta para justificar la tesis de que es el sujeto constituyente del partido. Como ha sido señalado, el partido revolucionario

no es el instrumento de la acción de un sujeto histórico preexistente, con características y fines precisos, sino la mediación a través de la cual ese sujeto se constituye progresivamente, define un «telos» propio, un proyecto histórico propio. Este proyecto tampoco puede concebirse en términos abstractos y estáticos, como dado ab initio; por el contrario, en sí mismo es el producto cada vez más maduro de la historia de la conciencia de clase, el fruto de la praxis revolucionaria.[7]

El partido no es, pues, cristalización de una misión histórica que el proletariado encarna y de la que es portador en virtud de propiedades que le son inherentes desde siempre.

Ahora bien, si los intelectuales son el elemento externo indispensable para la formación del partido cuya presencia es necesaria para la fusión de movimiento obrero y teoría socialista, no por ello ha de concluirse que el partido posee en sí mismo una verdad histórica que sólo resta llevar al conjunto de la clase y de las fuerzas sociales dominadas. Una de las peculiaridades del vanguardismo consiste, precisamente, en suponer que el partido, dada la ventaja teórica que le confiere su dominio relativo del pensamiento socialista, se convierte de manera automática en el dirigente del proceso. La pretensión de que sólo el partido puede codificar el saber generado en la lucha social conduce a visiones jacobinas que terminan contraponiendo a una dirección supuestamente depositaria de la verdad teórica —permanente e inimpugnable— y la masa dirigida. El jacobinismo convierte a las fuerzas sociales en instrumento de la acción partidaria, en un procedimiento típico de inversión, a pesar de que presenta al partido como instrumento o expresión de la clase.

Si no se opera con una noción de clase-partido como la que Marx sostuvo con mayor o menor fuerza a lo largo de toda su obra, según la cual el partido es la clase misma organizada políticamente; si tampoco se admite la tesis de que el partido es de suyo la vanguardia que ilumina a las masas con la verdad que ya posee, entonces se suscita sin remedio la discusión en torno al papel dirigente del partido, es decir, del núcleo intelectual que propone a las fuerzas sociales un proyecto político con sus correspondientes orientaciones tácticas y estratégicas. La labor de dirección supone, por un lado, generalizar y sistematizar las experiencias aisladas y discontinuas del movimiento social, articular sus acciones dispersas y fragmentarias, encauzar la energía de los agentes sociales hacia propósitos comunes, inscribir sus luchas cotidianas por objetivos inmediatos en un esfuerzo sostenido de alcance histórico, en fin, organizar las iniciativas e impulsos que de manera espontánea se presentan desordenados y sin perspectiva de largo plazo. La actividad de una fuerza no se agota, sin embargo, en esas tareas de articulación y organización. Supone también la elaboración de un proyecto alternativo de sociedad, lo que exige conocimiento profundo de los mecanismos y formas de funcionamiento del orden establecido, construcción de elementos para el debate ideológico, así como el señalamiento de objetivos e inclusive emprender acciones que posibiliten la consecución de tales objetivos. Justo porque el partido se mueve en la dimensión política, externa a la inmediatez de las fuerzas sociales, nada garantiza la eficacia de su labor dirigente. Puede ocurrir que emprenda acciones que resultan ajenas para el movimiento social, o que proponga objetivos que a éste le son indiferentes. Puede ocurrir, además, que el trabajo político del partido no esté en capacidad de articular y organizar el movimiento social y que éste transcurra por vías distintas a aquellas en las que el partido se desenvuelve.

En cualquier caso, la fuerza política que un partido puede concentrar es función de la que el movimiento social puede generar. En este sentido debe entenderse el famoso principio sobre el que Marx y Engels insistieron de modo reiterado: «la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los obreros mismos«. Si bien es cierto que un partido no puede inventar una fuerza política allí donde las tensiones y contradicciones no han creado condiciones de posibilidad para la formación del sujeto revolucionario; si bien este sujeto no se constituye más que a partir del movimiento social, ello no niega que la fuerza de los dominados sólo es fuerza política en virtud de su articulación y organización mediante el trabajo partidario. La emancipación es, de principio a fin, un acto político imposible sin mediaciones orgánicas. La relevancia del partido, por ello, va siendo mayor en la concepción de Marx con el paso del tiempo y el desarrollo de las luchas sociales en el siglo XIX, aunque nunca llegó a romper con su concepción originaria de la clase-partido, lo que hizo más enconados los debates posteriores sobre la relación de una y otro. La necesidad de esa mediación, sin embargo, da pie al surgimiento del voluntarismo que prescinde de la objetividad social y convierte, como denunció Marx, «la sola voluntad en la fuerza impulsora de la revolución«.

El papel dirigente del partido no puede implicar exclusividad en la tarea de codificar el saber generado en la lucha social. Son numerosos los organismos a través de los cuales se realiza esa labor de codificación. De lo que se trata, precisamente, es de ampliar el número de quienes participan en la elaboración política y en la toma de decisiones. La función dirigente estriba en articular, no en suprimir o absorber la pluralidad social capaz de tener significación política. La renuencia jacobina a tal ampliación y el desconocimiento de la pluralidad social conducen a la burocratización de la dirección. Si la función dirigente del partido conlleva la negación de la autonomía de los movimientos sociales, éstos acabarán no aceptando tal dirección, riesgo del cual no escapa un partido en el poder o fuera del mismo. La cuestión tiene dos aspectos: por un lado, supone admitir la diversidad de organismos que en la sociedad producen política; por otro lado, implica admitir la democracia interna como rasgo ineliminable del partido. En carta escrita a Sorge (1890), Engels indicaba que

la absoluta libertad interna de debate resulta una necesidad […] [el partido] no puede existir sin que todos los matices de la opinión que lo integran se hagan sentir plenamente.

Analizar las dificultades que históricamente se han presentado al respecto es asunto de otro examen.

NOTAS


[1] L. Magri, «Problemas de la teoría marxista del partido político», Teoría marxista del partido político, Cuadernos de Pasado y Presente, Córdoba, 1969, p. 61.

[2] Ibid., pp. 68-69.

[3] F. Caudín, Marx Engels y la revolución de 1848, ed. Siglo XXI de España, Madrid, 1975, p. 71.

[4] Ibid., p. 322.

[5] M. Johnstone, «Marx y Engels y el concepto de partido», Teoría marxista del partido político, cit., p. 134.

[6] R. Miliband, Marxismo y política, ed. Siglo XXI de España, Madrid, 1978, p. 152.

[7] L. Magri, op. cit., p. 68.

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Una respuesta a La idea de partido en Marx

  1. Rafa Garzó dijo:

    Excelente artículo el que has encontrado, camarada Olivé: Puede exprimirse varias veces y seguir sacándole ideas y planteamientos necesarios para la herramienta de transformación social llamada «partido». Además, la óptica del autor es muy abierta, argumentada, analítica y alejada de dogmatismos y escolástica. Como decía nuestro barbudo favorito, «De ombnibus dubitandum».

    Hay, sin embargo, a lo largo de todo el texto una tesis que se mantiene, y es la siguiente: «No está en duda la centralidad de la clase obrera como base social fundamental en la lucha por el socialismo», donde «clase obrera» es, para el autor, sinónimo de proletariado como agente revolucionario por excelencia debido a la preponderancia de las relaciones de explotación de esta clase (o fracción de clase) con la antagónica capitalista.

    Pero ante los efectos y características de la crisis estructural que vivimos actualmente, es necesario reelaborar el concepto de «sujeto revolucionario»: La propia evolución del capitalismo puede reconfigurar tal sujeto en función del tipo de relación de explotación dominante, pues será la fracción de clase empleada en esa relación preponderante el sujeto revolucionario, por razones cuantitativas al generar la mayor cantidad de plusvalía.

    En el occidente capitalista tiene cada vez menos peso el «proletariado» como clase productora de mercancías «físicas» (debido al proceso de dumping social hacia otras zonas del globo) y más peso otras fracciones de clase trabajadora, como la empleada en servicios: ¿Implica esto un posible cambio del sujeto revolucionario?

    Dejo el tema abierto a debate, a sabiendas de que no es la línea argumental que cuestiona el autor. Pero, y volviendo a citar a Marx citando a Horacio, «De te fabula narratur»… Luego es crucial saber de quién habla la fábula, y si ese «quién» evoluciona, se transforma e incluso es sustituido por otro «quien» al compás del desarrollo del capitalismo.

    Salud y Revolución.

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