Es alucinante la caradura que se gastan unos cuantos sujetos. Lo de los papeles de Panamá es escandaloso, pero ¿no se sabía desde hace mucho que existen «paraísos» fiscales como Panamá, Gibraltar, Islas Caimán, Delaware…?, ¿qué consecuencias trajo la «lista Falciani»? Lo alucinante es que no sean las agencias tributarias estatales y si los hackers los que destapen estos escándalos financieros.
Pero no nos vamos a dedicar a esos escándalos. Al contrario, la entrada de hoy gira en torno a la cultura, la literatura, la novela y…el marxismo. Un breve pero interesante texto de Marta Sanz…
Saludos. Olivé
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MARX Y LA NOVELA
Marta Sanz
Carlos Marx, a los diecinueve años, se sentía fascinado por la filosofía hegeliana, y un poco más tarde ya había escrito un Libro del amor, un Libro de los cantos, una novela humorística a la manera de Sterne y un drama. Quiso dar forma literaria a sus ideas sin reparar en el hecho de que una escritura literaria que al mismo tiempo tenga una vocación política no tiene que ver con la metáfora que hermosea la idea, sino que la búsqueda artística y el riesgo ideológico caminan posiblemente en la misma dirección y que las leyes del arte y las formas encarnan maneras de aproximarse a la realidad, criterios, concepciones morales y van transformándose a medida que cambian las ideologías hegemónicas que los artistas asumen o frente a las que se rebelan en un intento nunca lo suficientemente desesperado de hacerse visibles, de fundar una voz, de rescatar la validez de un discurso y de un mundo al que la mayoría ha renunciado en un corte específico de la Historia. Desde dentro, como un movimiento centrífugo desde el corazón de la manzana, la literatura con vocación emancipadora evoluciona en una fusión orgánica con la mirada crítica sobre la realidad, conformándola y modificándola a su vez, y no como una corteza de parafina para recubrir el delicado fruto de la idea.
Era tal vez demasiado pronto para que Marx fuera marxista, al menos tan marxista como lo fue Arnold Hauser en su lúcida Historia social de la literatura y del arte y, por eso, el joven Marx buscó modelos literarios consolidados como molde para verter su visión del mundo en ciernes, para darle una forma artística a la idea: buscó a Sterne, a Heine, a Ovidio, a la Biblia, a Goethe, a Goldsmith, a Hoffmann, a Shakespeare, por supuesto a Lucrecio; años después admiró a Balzac… Afortunadamente, Marx abandonó la poesía para dedicarse a ejercer una crítica metódica de la cultura occidental que se fraguó en paralelo a una teoría económica en la que la economía es una filosofía moral «que predica el egoísmo y la utilidad para unos, para los de arriba, y la resignación y la utilidad para otros, para los de abajo (…) de un lado, predica la desmesura y el exceso cuando habla de dinero; de otro, predica la autorrenuncia a toda humana necesidad, la exaltación de la figura del obrero que lleva a la caja de ahorros una parte de su salario»1. Cada vez que leo citas como ésta y pese a que a Walt Disney dentro de su nevera puedan darle escalofríos a causa de mi libre asociación, no puedo evitar acordarme de la heroica rebeldía del niño de Mary Poppins resistiéndose a ingresar su único penique en la cuenta del banco en el que trabaja papá.
Las preferencias literarias de Marx son coherentes con una teoría política y económica que fue evolucionando a lo largo de su existencia; así por ejemplo, el Tom Jones (1749) de Henry Fielding fue una de sus obras literarias de cabecera. En ese monumental recorrido narrativo, igual que en su Joseph Andrews, Fielding trata de acercarse a “lo ridículo verdadero”, un concepto que se refiere a la distancia que separa la intención de ser o de hacer, de la realidad del ser o del hacer. El objetivo de Fielding –supuestamente- sería «defender lo bueno y lo verdadero mostrando lo ridículo, que proviene de la afectación, la vanidad y la hipocresía (esto es, la discordancia entre el ser natural y la pretensión falsa.)»2. Los grabados de William Hogart constituyen un punto de referencia en la escritura de Fielding: el realismo deriva hacia lo deformante y lo pre-expresionista para subrayar una aspecto que, sin duda, sería uno de los factores que condicionarían el agrado de Marx hacia estas páginas y que más tarde sería la piedra de toque para la articulación de un discurso sobre la literatura como artefacto comunicativo que observa e interviene en la realidad, colocando a menudo delante del lector un espejo en el que se reflejan nuestras deformidades, es decir, nuestras alienaciones. El estilete crítico de un Fielding, que se manifiesta como voz autorial en Tom Jones, es especialmente agudo al abordar cuestiones sociales como los matrimonios concertados o la violencia que los padres ejercen contra los hijos a través del látigo, la imposición o el chantaje, ya sea éste emocional o económico o las dos cosas a la vez. También Fielding es crítico al hablar de la literatura, lo que nos da una idea de su consideración de la misma como fenómeno social trascendente a la hora de retratar y de modificar los comportamientos de la colectividad: el optimismo racionalista y la confianza en el valor pedagógico del arte –hoy de capa caída tras la ola de escepticismo posmoderno- caracterizan la cosmovisión del dieciocho. El autor de Tom Jones teoriza al inicio de cada uno de los libros que lo integran: la crítica, la cuestión de la verosimilitud y de la magia en el relato, el gusto del público, la función del prólogo en la obra son, para él, temas de vital importancia…
Tom Jones es un texto fundacional de la narrativa inglesa, del mismo modo que el Quijote lo es de la española; por otro lado, la de Cervantes es un punto de partida para Fielding, y el autor inglés es responsable de la rehabilitación en el campo literario dieciochesco de el hombre que compró su propio libro, sobrenombre que le da a Cervantes Juan Carlos Rodríguez3. El modelo de Fielding que entusiasmó a Marx es un modelo de amores imposibles, búsquedas y pérdidas, equívocos, posadas para descansar de fatigosos viajes… El idealismo caballeresco de Tom y de su amada Sofía Western contrasta con la avidez de los criados que, lejos de ser sumisos, son interesados, miran por ellos y por la satisfacción –suficiente o excesiva- de sus necesidades. La presencia constante del dinero, de la comida y de la pulsión sexual aleja de los estereotipos arcangélicos de la literatura más falsa a los personajes de Fielding, sobre todo a estos criados que simbolizan un legítimo rencor de clase en las antípodas del servilismo de los ballets de chambre, los mayordomos, las dueñas o los escuderos de otros héroes y de otras heroínas pasadas y futuras… Pese a todo, en la anagnóresis final, Tom, el bastardo Tom, el increíblemente noble Tom, resulta ser una flor, un vástago, de esa arbórea y arraigada nobleza rural que también es capaz de cometer sus pecadillos.
La novela de Fielding es un instrumento óptico, una lupa, con la que, a través de una trama amorosa y de formación, se observan las consecuencias cotidianas de los acontecimientos que jalonaron la complejísima Historia con mayúsculas de la Inglaterra dieciochesca: la crisis dinástica, la entronización de Jorge I, el elector de Hannover, la desconfianza de los tories –grandes señores rurales preocupados por la defensa de sus intereses económicos- y sus ansias para restituir a los Estuardo, concretamente a Jacobo III, en el trono de Inglaterra. La literatura es un pentimento en el que el detalle de las pequeñas historias, de las pequeñas intimidades, embustes, pasiones, alimentos, ropajes y millas recorridas es el reflejo de las convulsiones épicas, de los grandes corrimientos históricos de tierras, motivados por la madre de todos los corderos en la filosofía marxiana: la economía.
Para Marx, la ideología es la elaboración de las ilusiones de una clase y lo que llamamos conciencia es, por tanto,
un producto social que para empezar se expresa bajo la forma del lenguaje: el lenguaje es la conciencia práctica. Es en este sentido en el que se puede decir que la historia de la moral, de la religión, de la metafísica, incluso de la ciencia, sólo es autónoma relativamente. Pues las ideas de los hombres cambian de acuerdo con las cambiantes relaciones socieconómicas. Y las ideas que dominan en cada época son las ideas de la clase dominante, de la clase poseedora de los principales medios de producción.4
Hoy asistimos al intento de diluir esta visión, este análisis, y de colocar la literatura en una posición exclusivamente autorreferencial, de falsa independencia respecto a las estructuras económicas y morales tanto desde el punto de vista de una creación que se considera “inocente” o aséptica, como desde el punto de vista de una recepción que coloca el producto literario en la categoría de lo inofensivo o de lo intrascendente: la literatura y en especial las novelas se relegan al espacio del ocio, son retórica suntuaria, marca de cierto tono o prestigio social, y todos los escritores se convierten en bufones y sus historias en espectáculo, como si las narraciones literarias no tuvieran la capacidad de afianzar la ideología hegemónica o como si las narraciones –aparentemente no literarias- no tuvieran la capacidad de fundar realidades que a menudo en nada se parecen a la verdad: en este sentido es estremecedor el papel de la guardia civil que, usurpando las funciones de los escritores de novela negra, hace poco perpetró todo un discurso narrativo, tan poco respetuoso con la verdad como con la verosimilitud que se le exige a la literatura, para llevar a la cárcel a los gestores y a los médicos de ciertas clínicas abortistas. El procesamiento del equipo del doctor Montes en Leganés es un ejemplo más de cómo la ficción sacada de contexto, o sea la mentira, enrarece la realidad.
La producción literaria –la creación- sustituye el lenguaje de la revolución por la revolución del lenguaje (López Pacheco) y el discurso crítico se llena de eufemismos tendentes a demonizar los intentos literarios con vocación abiertamente política: Un pistoletazo en medio de un concierto es un ensayo de Belén Gopegui, muy bien glosado en el blog de Rafael Reig, que analiza con rigor y con imaginación el dedo en la llaga de la literatura política; pero volviendo a los eufemismos, a menudo la palabra diferencia es un eufemismo de lucha, igual que la expresión visión del mundo para hablar de literatura no suele ser más que un modo de atenuar la potencia reverberante del término ideología, y la prevenida posición del escritor que se interroga en los libros es un modo de curarse en salud ante la incorrectísima postura del que arriesga respuestas –a menudo equivocadas- y se expone a ser acusado de aleccionador o de dogmático, a colocarse en las antípodas de un verdadero espíritu de la literatura que, paradójica y ortodoxamente, se identifica con la ambigüedad, con el decir sin decir, con el no pillarse los dedos, con el cartel de no molestar. Es confortable –hipócritamente poco autoritaria- la efigie del escritor dubitativo que nos invita a compartir su duda. Sin embargo, hay escritores que reivindican una aseveración como función comunicativa; una aseveración, como deseaba Plejánov5 ecosistemas visuales hegemónicos , en sintonía con las ideas emancipadoras de su tiempo, y no son despreciables. La aseveración también deja huecos, estimula la respuesta, implica preguntas, no es mineral.
No creo que hoy a Marx le satisficieran tanto la tramoya cervantina de la nueva narrativa española ni las aventuras templarias ni los éxitos de autoayuda ni la cursilería ni el sentimentalismo ni el nihilismo pop ni ninguna de las tendencias dominantes en el ámbito de la novela actual. Ni siquiera ese arte social y políticamente comprometido que como Jaime Brihuega apunta:
1. Está desnaturalizado por estetizaciones de lo injusto-doloroso, más oportunistas que oportunas. 2. Desactivado bajo la ortodoxa condición de haber sido integrado como un género más perfectamente inserto en el mercado. 3. Acosado en sus fundamentos por la general insignificancia comunicativa que hoy ostenta el arte dentro de los nuevos ecosistemas visuales hegemónicos 6.
El mundo ha cambiado, pero no tanto como nos quieren hacer creer; siguen existiendo los ricos y los pobres, los explotados y los explotadores, los alienados, los usureros, los que se lavan la conciencia, los que buscan ser coherentes y encuentran cada vez más dificultades y, en este mundo que no ha cambiado tanto como pretenden hacernos creer, ciertos modos literarios han adquirido la textura del cartón piedra y la curvatura complacida del estómago agradecido.
*Publicado originalmente en Crítica Marxista nº1.
NOTAS
1 Francisco Fernández Buey, Marx (sin ismos), Barcelona, El viejo topo, 1998., págs. 141-142. En este ensayo se establece una diferencia conceptual entre lo marxista y lo marxiano.
2 Fernando Galván, «Introducción» a Tom Jones, Madrid, Cátedra, 1997, pág. 59.
3 Juan Carlos Rodríguez, El escritor que compró su propio libro. Madrid, Debate, 2003.
4 Op.cit., pág. 136.
5 Plejánov, Arte y vida social, Barcelona, Fontamara, 1974 [1912].
6 Jaime Brihuega, «Renau de nuevo», Josep Renau (1907-1982). Compromiso y cultura (catálogo de la exposición), Ministerio de Cultura-Comunidad de Madrid, 2007.