El Manifiesto y la fundamentación de una ética materialista

En medio de la vorágine capitalista que amenaza con recortarnos hasta el aire que respiramos, lo único que acertamos a gritar es ORGANICEMOS LA RESISTENCIA, PASEMOS A LA OFENSIVA. Y para el que ande despistado, hacemos un breve resumen: lo que comenzó en USAmérica (crisis subprimes), saltó a la banca europea (os recuerdo que no son entes abstractos, tienen dueños -como el que vende jamón, camisas o bombas de racimo-); mediante una operación de generación del terror -oooh, hay que salvar a los bancos o moriremos todos-, los gobiernos decidieron «rescatar» a la banca con dineros públicos -esto es, incrementando la deuda pública- (excepto Islandia, y así de bien les empiezan a ir las cosas) y eso trajo consigo la actual crisis de la deuda pública y la excusa para desmantelar el estado social (vía recortes, privatizaciones, contrarreformas de todo tipo). Y mientras tanto, nos van recitando los mantras (con la colaboración de los mass media y parte de la intelectualidad molona): que si hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, que si los recortes son dolorosos pero necesarios, que estamos sentando las bases del futuro, que si los argentinos son malos que nacionalizan una empresa española (¿española?), que hay que sufrir en este mundo para ganar la salvación eterna, que si bla, bla, bla.

Y ante todo eso, ¿qué?. Pues bien, hubo una huelga general y poco más. El resto se resume en: resignación y muchas tragaderas. Yo no se qué es lo que hay que hacer, lo que si tengo claro es que algo más que la resignación deberíamos hacer. Y, ¿quién lo debería hacer?. Pues, no lo se pero tal vez: los estudiantes que van a pagar un 50% más de tasas; los afectados por la reforma laboral; los dependientes y sus familias que no van a percibir las ayudas; los interinos despedidos o recortados; los empleados públicos «requecongelados»…

Entre tanta pregunta y tanta reflexión casi me olvidaba. La entrada de hoy retoma de nuevo la reflexión sobre los diferentes aspectos del Manifiesto Comunista y ésta en concreto, va sobre cuestiones de ética. Publicada en el nº 175 de la revista de debate político Utopías/Nuestra Bandera (la revista teórica del PCE), se la debemos a Juan Manuel Aragüés, profesor de filosofía de la Universidad de Zaragoza y ex-secretario general del PCAragón (y entrañable conocido de Marx desde cero.

Saludos. Antonio Olivé

 

El Manifiesto y la fundamentación de una ética materialista

Juan Manuel Aragüés

 

Ciento cincuenta años de un texto, ciento cincuenta años de un mar de barricadas que erizaron Europa de aristas de esperanza. El despertar de una mayoría, a la que se dio un nombre -proletariado-, tuvo, en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, su texto paradigmático. El espectro que recorría Europa encontró su letanía advocatoria en los más diversos idiomas del continente, al tiempo que se multiplicaban los conjuros de los sacerdotes de la reacción. La derrota de las barricadas no significó, no obstante, la derrota de su texto, cuya luminosidad, amalgamada con la rica producción revolucionaria de la segunda mitad del XIX y primeras décadas del XX, redujo los límites de las sombras de la reacción para abrir paso a nuevos espacios de libertad.

Ciento cincuenta años más tarde es muy otro el paisaje. Producido el advenimiento del leibniziano «mejor de los mundos posibles» entre los cascotes del Muro de Berlín y las páginas de los manuales del Departamento de Estado norteamericano, Marx no es sino una sombra más del Averno, un perro muerto al que se quiere hacer desaparecer de las fotografías de la historia. ¡Qué pretensión, qué locura! ¡Seguir hablando de conflicto y lucha en este el mejor de los mundos posibles! ¡Seguir hablando de ideología en el mundo del universal acuerdo de las bondades del sistema, el único posible! ¡Locos, iluminados, dogmáticos, trasnochados! -resuenan los ecos del ladrido abyecto de la legión de perros guardianes.

Sin embargo, la risa amarga de Voltaire vuelve a restallar bajo los muros derruidos por el terremoto de Lisboa. Del mismo modo que Voltaire, en su Cándido, ante el optimismo de Leibniz, se ve forzado a poner de manifiesto los males del siglo, no es posible cerrar los ojos, narcotizados por el pensamiento único, a la verdadera cara de nuestra realidad planetaria. Desempolvemos el Manifiesto.

Para una ética mayoritaria

Decía Gramsci que «la verdad es revolucionaria». Siempre he querido entender esta expresión en el sentido de que sin reconocer la verdad, la realidad, es imposible una práctica revolucionaria. Y es el sistema quien mejor ha entendido la frase, consciente de que no hay mejor modo de evitar una práctica revolucionaria que el enmascaramiento, la eliminación, de la realidad. Dándole la vuelta pudiéramos decir que la mentira es la mejor terapia contrarrevolucionaria.

Por volver a Leibniz, ¿cómo incitar una práctica revolucionaria en el mejor de los mundos posibles? Es la lección mejor aprendida, en el ámbito del discurso, por parte del sistema y sus voceros, aquéllos que pueden escribir sin sonrojo, desde el campo de la ética, que «hemos llegado al acuerdo [¡!], expreso o tácito, de que la economía capitalista es la única que funciona medianamente bien, mejor que ninguna otra imaginable» (1).Si esto es así, huelga cualquier práctica revolucionaria o alternativa, cualquier antagonismo. No queda más que la corrección de los desajustes del sistema. Pero ¿es esto así? No dejemos que las legañas ideológicas nos peguen los párpados, abramos los ojos a la realidad, pero no sólo a la de nuestro entorno, en algunos casos privilegiado y opulento, sino a la de un planeta profundamente desequilibrado e injusto.

Exhumemos el Manifiesto. Dos elementos me interesa traer a colación: su descripción de la realidad como conflicto y su apuesta por la construcción de un discurso, y una práctica, al servicio de la mayoría social. Lo primero resulta una constatación de la realidad sobre la que articular lo segundo, un proyecto de la mayoría. Enmascarando lo primero, se consigue negar la necesidad de lo segundo y, de un plumazo, se acaba con toda la teoría política alternativa inherente a la analítica marxista. Por eso reivindicaba el carácter revolucionario de la verdad, entendida ésta como una correcta lectura de la realidad circundante o de lo que Sartre denominaba situación.

 «Es evidente –escribe Sartre en sus Cahiers pour une morale– que se miente para incitar a alguien a hacer lo que se quiere que haga o a no hacer lo que no se quiere que no se haga. La mentira se produce por consiguiente como consecuencia de la certeza de un fracaso: puesto ante la realidad tal como es, la acción del Otro será contraria a mi deseo. Por consiguiente, le oculto esta realidad. Sigue siendo libre para elegir su acción. Pero las premisas son falsas» (2). La mentira, la ocultación o alteración de la realidad, tal como se desprende del texto citado, es si la mejor terapia antirrevolucionaria. Si se consigue transmitir a la sociedad el mensaje de las bondades del sistema, toda práctica revolucionaria queda obturada. Y es precisamente ésta la época en la que el Poder ha manifestado una mayor eficacia en el manejo de la realidad, y con ella de la conciencia de los individuos. A través de los medios de comunicación de masas no sólo se ha modificado la realidad, no sólo se han ocultado acontecimientos, sino que se ha producido realidad, se han creado realidades inexistentes, lo que se conoce con el término simulacro. De esta manera, los individuos reaccionan en un campo construido, definido desde el Poder, de tal manera que sus prácticas son mucho más previsibles y controlables. Si un individuo de izquierdas piensa, por poner un ejemplo cercano, que IU pacta su política con el PP, tal como se ha definido a través del concepto de pinza, su posible simpatía hacia IU se verá erosionada. Nueva estrategia del Poder en lo que ya Marx definiera como tiempos de la subsunción real (3).

Como he dicho anteriormente, desde la faceta analítica se condiciona el proyecto. Por ello, tras un análisis en el que se deduce la inexistencia de conflicto, el final de las ideologías, el proyecto consiguiente no puede ser antagónico, sino, en todo caso, modulador de las prácticas desviadas, reparador de las epidérmicas averías de un sistema que, en cualquier caso, funciona. El capitalismo es el mejor de los mundos posibles, reitera leibniziana, por poner un ejemplo, Victoria Camps; de lo que se trata es de evitar sus prácticas más extremadas. Y para ello no hay mejor instrumento que el diálogo, que el ejercicio de la Razón. Negado el conflicto como seña de identidad de la sociedad contemporánea, es posible la reconciliación universal de las conciencias a través del diálogo. Máxime cuando nuestras sociedades gozan del instrumento adecuado para la producción de ese diálogo: los medios de comunicación de masas. Una nueva Arcadia dela Razón nos espera.

Sin embargo, las gotas de sangre siguen escapándose a través de las rejillas de nuestros televisores, pues no toda realidad es ineludible. La realidad, tozuda, sigue llamando a la puerta de nuestras conciencias para hablarnos de las dos caras del capital, la de la opulencia y el despilfarro y la de la miseria y el expolio. Dos caras inextricablemente ligadas. Por ello vuelve a resonar con fuerza en nuestros oídos la afirmación sartriana: «Todo argumento antimarxista es un argumento premarxista». Esa pretendida reconciliación universal de los sujetos que se deriva de una analítica interesada en la que el conflicto ha desaparecido de la escena, ese retorno a planteamientos kantianos nutridos en un inexistente sujeto transcendental, ese habermasiano universalismo dialógico y mediático no es sino una añagaza más del Poder para enmascarar la cruda realidad de nuestro entorno y un intento de enterrar a Marx con enterradores del siglo XVIII.

Pasos atrás. Nuestro fin de siglo observa con estupor cómo en lo social retornamos al siglo XIX, a la explotación más descarnada del trabajo por el capital. Pero parece ser que, en el campo del pensamiento, la apuesta es, si cabe, más decidida, y el viaje en el tiempo salta barreras para retornar a un ilustrado siglo XVIII. Todo conflicto es superable mediante el diálogo racional, afirman, angélicos, los representantes del universalismo dialógico: Habermas, Camps o Cortina. La nuestra es una sociedad libre de sujetos iguales que pueden llegar al acuerdo mediante la oportunidad de diálogo que les proporciona el privilegiado instrumento de los medios  de comunicación masivos. Todos compartimos un mismo ser -sujeto transcendental kantiano, naturaleza humana común-, unos mismos objetivos definibles a través del diálogo.

¿Candidez o complicidad? ¿Cómo obviar que no son los mismos los intereses del capitalista, del gestor de la multinacional, que los de sus empleados? «Coloquémonos en el lugar del Otro», reclaman bienintencionados; ¿acaso está dispuesto el magnate, el Bill Gates de turno, a colocarse en el lugar del otro somalí o nicaragüense?;¿o más bien luchará a muerte, en la eterna lucha del amo y del esclavo, por preservar sus privilegios frente al Otro?.Y qué decir de una comunicación en la que la asimetría está garantizada, en la que el acceso a la misma es privilegio de quien está en condiciones económicas de gestionar una empresa de comunicación. En la comunicación no hay diálogo, sino monólogo desde el Poder, que habla mientras los demás callamos. La libertad de expresión no es sino una libertad formal que sirve de coartada para que los de siempre digan lo de siempre.

Frente al planteamiento del universalismo dialógico, en el que la realidad es descrita como no conflictiva y se defiende un proyecto universalista mediado por la razón, recobremos el hilo del Manifiesto. Lucha de clases y proyecto mayoritario. Lucha de clases frente a acuerdo, porque el conflicto es nota característica de la sociedad contemporánea, proyecto mayoritario frente a universalismo, por cuanto es imposible, como también dice Sartre, la «conversión de todos a la moral», aunque ello no impide, ni mucho menos, construir un proyecto beneficioso para la inmensa mayoría. Un proyecto que debe partir de la realidad del conflicto, hijo de la diversidad de intereses que transitan nuestras sociedades.

Desde mi punto de vista, la pregunta que se suscita, a partir de lo definido en el Manifiesto, es, siendo conscientes de la realidad del conflicto y de la diversidad de intereses sociales, ¿sobre qué fundamento es posible construir una práctica mayoritaria?. Y cuando hablo de fundamento lo hago, sin lugar a dudas, desde una óptica materialista, la misma que lleva a Negri a plantear como objetivo de la filosofía  «la fundación materialista de un horizonte ético» (4). Sugerencias para una respuesta se pueden rastrear en las páginas de Spinoza, para quien lo que caracteriza a los seres humanos es su tendencia al mantenimiento en el ser, la conservación de la vida, lo que él define como conatus. Todos los seres humanos pretenden conservar la vida, dice Spinoza, y debemos coincidir con él. Sin embargo, ésta es, así formulada, una afirmación insuficiente, por cuanto el resultado de una tal posición bien pudiera ser el constante enfrentamiento entre los individuos para conservar la propia vida del otro. Sin duda que los dirigentes de las grandes multinacionales defienden, y bien que lo hacen, su propia vida, pero desde luego que no defienden la vida de sus trabajadores.

 Ahora bien, partiendo de ese principio, la tendencia a la conservación de la vida, creo que es posible la construcción de un proyecto mayoritario, que formulo como el conatos de la multitud, la defensa de la vida de la mayoría. La constatación de la existencia del conflicto imposibilita hablar de un conatus universal, que afecte a todos y cada uno de los habitantes del planeta. El Poder siempre defiende sus privilegios con las armas en la mano. Por ello resulta imposible hablar de un proyecto ético universal, no sólo por la diferencia de proyectos, sino por el afianzamiento en la defensa de sus privilegios por parte de los poderosos. Existen proyectos sintetizables, pero hay una frontera que no es posible traspasar: la que separa a quienes defienden a muerte –y no es matafórica la expresión- sus privilegios del resto de seres humanos. Un proyecto mayoritario como el que se defiende en el Manifiesto es el que se construye sobre la defensa de la amenazada vida de la mayoría frente al privilegio minoritario. Y es un proyecto que parte de la constatación del conflicto, condición necesaria para una futura superación del mismo. No es que se reivindique el conflicto, no es que se defienda la lucha de clases, simplemente se constata.

De este modo, el proyecto ético que planteo desde la lectura actual del Manifiesto, ese conatus de la multitud, se convierte en un proyecto antagónico, pues la amenaza a la vida de la mayoría es, precisamente, efecto necesario del sistema capitalista. La opulencia del Norte, de un cierto Norte, tiene como condición indispensable con el más elemental de los derechos humanos, que es el derecho a la vida. La lucha por la vida de la mayoría se convierte, en este fin de siglo, en fundamento para un proyecto ético mayoritario, materialista y anticapitalista. Ni siquiera por vocación, sino por tozudez de la realidad. Otra cosa es que esa realidad nos sea enmascarada a través de los medios y que sin un desenmascaramiento de la misma no sea posible articular una práctica de las características que aquí estoy defendiendo. Otra cosa es que hoy, cuando hablamos de alienación como efecto fundamental de la sociedad capitalista, no nos refiramos a la enajenación de una supuesta esencia subjetiva, que algunos negamos al considerar al sujeto como efecto de un exterior, sino al expolio que se le realiza al sujeto de la realidad, a la manera en que el Poder se encarga de colocarnos en el campo de juego que a él le interesa. Otra cosa es que debamos inventar estrategias para desenmascarar la mentira, para conseguir que el sujeto se reapropie del conocimiento del mundo. Pero eso será preciso dejarlo para más adelante.

 

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