Carlos Fernández Liria: «Moriréis como imbéciles»

Los textos filosóficos de esta primera entrega se cierran con una selección de la parte redactada por Carlos de Volver a pensar (Akal, colección España sin espejo, 1989. La primera  parte de esta obra es un opúsculo publicado por la misma editorial titulado Dejar de pensar, que también os recomendamos vivamente). Este texto llena de sentido la selección filosófica que hemos hecho.

MORIRÉIS COMO IMBÉCILES

Carlos Fernández Liria

El pensamiento y la acción revolucionaria nos sitúan ahí donde las cosas llegan a ser lo que son. Sólo así es apreciable la violencia que hace capitalista al capitalista, banquero al banquero, militar al militar. Me hacen mucha gracia aquellos que despectivamente, declaran considerar «evidentes» los textos de la Polla Records. «Banqueros unos ladrones«. «En la guerra morirás por su dinero, en la guerra morirás por sus interés, moriréis como imbéciles, yo no pienso ir«.

Tu libertad vigilada por los cañones del capital”…etc. ¿Quién no sabe todo esto? Todo el mundo sabe que existe la sexualidad infantil, todo el mundo sabe que ha muerto Dios y es que, hoy en día todo el mundo es de izquierdas, casi por naturaleza; todo el mundo lo sabe ya todo, todo el mundo lo entiende todo, por eso se puede decir que los marxistas cansan, que los marxistas son unos señores que siempre vuelven con la misma canción porque son incapaces de vivir nada nuevo. Y es verdad: los marxistas somos incapaces de vivir nada nuevo, porque estamos  seguros de que por desgracia, no existe aún nada nuevo que vivir. Hoy se escriben cosas tan divertidas, tan ingeniosas, todas ellas tan «progresistas«, ya nadie es capaz de pensar que todo sigue siendo igual de absurdo e igual de miserable. Todo el mundo quiere ser muy listo e innovador y para ello lo mejor es no pensar, no recordar que la realidad misma no es ni graciosa ni novedosa. Los marxistas se repiten: se repetirán tanto como siga repitiéndosela realidad.

Hoy todo es evidente y con eso parece bastar. Incluso es difícil comprender que para defender tales evidencias hayan caído tantas cabezas en la Historia del Pensamiento. Pues no, no es que vivamos una época menos intransigente que la de Sócrates o la de Freud. Es que, sencillamente, Sócrates, como Freud, como Marx, como Sade, como Nietzsche eran pensadores, cosa que nosotros ya no somos. El pensamiento de Freud o el pensamiento de Nietzsche no son hoy evidentes porque todos estemos ya de acuerdo, sino porque ya nadie se molesta en pensarlos. No es que se dé ya por supuesto el pensamiento de Sócrates, es que ya nadie piensa en general.

Es sorprendente cómo nuestros intelectuales creen conocer a Freud, a Marx, a Platón sin sentir ni por un momento que su garganta peligra por ello. Ya sé: estar en la cárcel no es ningún criterio de verdad. No, pero pensar suele tener consecuencias de ese estilo y no por casualidad. Decir «lo que es» es siempre decir lo que es el poder establecido y eso es algo que inevitablemente se dice contra el poder establecido al menos mientras ese poder sea injusto. En este sentido, incluso el más insignificante teorema matemático es revolucionario y podría ser titulado en El País de «apología del terrorismo«. No es por otra razón por lo que Platón identificó la luz del ser en el pensamiento con la luz del Bien y la Justicia: es imposible en absoluto ver un concepto a otra luz distinta del Bien, ver cualquier concepto si no es contra el Poder. No es una gran virtud de nuestra caverna democrática el que los pensadores no estén ya en la cárcel. Hoy como siempre la cárcel tiene sus celdas reservadas para cualquier pensador; y es que la libertad de opiniones ni tiene ni puede tener nada que ver con el pensamiento. Opinar que Marx tenía razón es algo que nada tiene que ver con pensar lo que Marx pensó. Opinar lo mismo que Marx, opinar lo mismo que Freud, pretender opinar lo mismo que un pensador que durante toda su vida intento dejar de opinar en un papel en blanco para ceñirse a la disciplina de un pensamiento que ya no fuera su pensamiento, un pensamiento que fuera capaz de «pensarse a si mismo«, es tan incongruente como hablar del sabor de un triángulo, de lo redondo que es o de la velocidad del tocino. El que nos esté permitido opinar sobre Marx es tanto como decir que nos está permitido olvidar a Marx. Se puede llegar a demostrar que Marx no tenía razón, pero Marx no es opinable, ningún desarrollo teórico es opinable: un concepto sólo puede ser demostrado o refutado y ninguna de las dos cosas tiene nada que ver con la opinión. La discusión teórica no tiene nada que ver con un consenso de opiniones, ante todo, porque el objeto de la discusión teórica es distinto del objeto de la opinión. La opinión más exacta está tan lejos del pensamiento como la más disparatada.

Quien recurre a un insulto como «Moriréis como imbéciles» está situado ante un objeto distinto que quien declara considerar evidente cosas por el estilo. Claro que casi todo el mundo esta hoy dispuesto a admitir que en la guerra se muere por el dinero de «ellos» (los ricos, los poderosos.). Pero entre el insulto y la evidencia se abre un abismo. Quien considera evidente que los banqueros son unos ladrones -como son evidentes las lluvias y los terremotos- piensa en realidad que si los banqueros roban es porque es inevitable que sea así y porque es incluso conveniente que siga siendo así si no queremos que la crisis los vuelva más ladrones todavía. La crisis es la nueva providencia que hace a los banqueros tan evidentes como naturales. Hay que procurar «saber vivir«, procurar que los banqueros no te estafen más de la cuenta, pero ya nadie ve una estafa en aquello que hace que un banquero sea precisamente un banquero, al igual que los sofistas no veían nada que pensar en aquello que hacía que una cosa bella fuera bella. El mundo de las ideas, podría decirse, ha sido definitivamente olvidado después de que el carro alado se estrellase contra el mundo de las sombras de democracia. Quien, ante esa misma realidad, decide recurrir al insulto admite en ella un objeto que sólo se puede pensar, pensar o suprimir revolucionariamente. La evidencia hace de la ignorancia -la «crisis«, la «naturaleza«, el «hombre«- un argumento, el insulto abre el mundo del ser para el pensamiento y para la acción. Sólo quien admite la posibilidad de actuar sobre el ser encuentra en el ser un objeto que pensar. Sólo contra el poder es posible producir conceptos. De ahí que quien insulta al capitalista no se indigne simplemente por lo que los capitalistas hacen; por el mero hecho de insultarle abre para la ciencia el objeto teórico de lo que hace capitalistas a los capitalistas: el capital.

Un ejemplo. ¡Tantos intelectuales pidieron el si a la OTAN! La inteligencia no pretende pensar sino «entender«. Entender, sí, por qué la OTAN es buena para la paz, entender un complejo de funciones en el que unas cosas se interrelacionan con otras, un complejo en el que la industria armamentística crea puestos de trabajo, amortigua la crisis que el paro agravaría arrojándonos, quizá, a las puertas de una guerra más cruel y sangrienta todavía. La inteligencia procura entender como se relacionan las cosas en unas condiciones que ella no puede ya recordar, que ella no puede ya pensar. «La crisis«, he aquí algo que ya no se trata de «entender«, he aquí algo que ya no depende de la esencia de las cosas en las que todos vivimos, sino de las condiciones en las que queremos negarnos a vivir. 

Nuestros «píos deseos»

Unas palabras mas que contribuyan a distinguir la discusión teórica de la discusión política. Tengo la sensación de saber ya qué se me va a responder a cuanto llevo planteado, así es que no quisiera escatimar ciertas clarificaciones. Todo el mundo sabe que el teorema de Pitágoras no es la «opinión de Pitágoras«, que Pitágoras no se parecía en nada a su, teorema y que Pitágoras no pretendía aportar «lo mejor de si mismo» en sus raciocinios matemáticos: más bien pretendía, al contrario desaparecer en sus teoremas, «aprender a priori» en un discurso que, precisamente por no poderlo considerar en absoluto suyo, pudiera afirmarse que era, precisamente, un discurso iluminado no ya por la perspectiva de sus ojos, sino por la luz de la verdad, por la luz no ya de lo que parece exactamente lo que parece, sino de aquello que es exactamente lo que es. Los griegos descubrieron así que por este peculiar procedimiento cambiábamos incluso de objeto teórico. Pitágoras ya n0 hablaba de uno o de medios triángulos que pudiéramos ver -ni siquiera de todos los triángulos que  podemos ver-: Pitágoras hablaba del triángulo, un objeto puramente teórico porque ya no era posible vivirlo, verlo ni tocarlo en general, ni por él, ni por mí, ni por nadie. Un objeto sobre el que no se puede opinar: he aquí el objeto general del proceder científico. Ello no significa, adviértase bien esto, que sea un objeto sobre el que no se puede discutir. Al contrario: sobre este tipo de objetos es sobre aquellos que, por primera vez, es posible discutir en general. Pues, en efecto, la luz de la verdad es también la luz del error: y sólo en ese nivel es posible la discusión teórica. Es, en cambio, la opinión la que jamás puede plantear una verdadera discusión. Cualquier opinión es por definición «verdadera«, quizás precisamente por su condición absolutamente ajena -ni siquiera «contraria«- a la verdad. Incluso si yo pretendo opinar que dos y dos son cinco nadie podrá jamás discutirme este punto de vista; teniendo en cuenta que para mí a lo mejor dos son compañía pero tres son ya multitud. Y si, desde luego, esto lo sabe todo el mundo: hasta los profesores de matemáticas saben que un alumno que dice «dos y dos son cinco» simplemente comete un error, mientras que quien declara que «dos y dos le parece cuatro» es negado para las matemáticas.

Todo el mundo admite que los matemáticos no hacen referendums para deducir sus teoremas. Pero es que nosotros no estábamos hablando de objetos matemáticos, sino de la Historia y en este terreno, como suele decirse, abandonamos el campo de las «ciencias exactas«.

Conviene señalar un malentendido en esta forma de plantear el problema. No por otra razón queríamos insistir tanto en que el pensamiento científico tiene otros objetos que la experiencia natural. El objeto de la ciencia es el Concepto, precisamente porque lo que se intenta conocer es el ser y no el parecer de las cosas. De ahí que hayamos afirmado que un concepto no es en absoluto una «opinión muy exacta«. Aunque se admitiera que en el «continente Historia» la discusión teórica es mucho más pronunciada que en el terreno de la geometría o el álgebra, eso no podría en absoluto significar que la Historia fuera cuestión de opiniones. La discusión teórica nada tiene que ver con la cháchara de opiniones y, de hecho, tampoco es identificable con la discusión política. Platón nos ilustra muy bien en qué consiste la discusión política con la metáfora del «regreso a la caverna«. El encadenado fugitivo, después de haber nacido en el mundo del ser… un mundo en el que las cosas son, regresa al mundo de las imágenes y la opinión y ya no ve ni encuentra nada sobre lo que opinar. Sus compañeros encadenados le toman, entonces, paradójicamente, por ciego. La discusión que se entabla entre ellos es la discusión política: permanecer en el olvido del ser es negarse a ver lo que es el poder establecido.

Es el poder que mantiene encadenados a sus sujetos quien está interesado en permanecer entre sombras, precisamente porque en las sombras ni él ni las cadenas pueden ser visibles. Un modelo de discusión política es, en este sentido, la Crítica al programa de Gotha. En la sociedad burguesa, en la que toda riqueza aparece como mercancía, es decir, como producto del trabajo intercambiable por otros productos del trabajo, lo único que es posible ver es lo siguiente: el trabajo es la fuente de toda la riqueza. Pero Marx no se ha limitado a ver que es una mercancía; ha pretendido pensarla, llegando a la conclusión teórica invisible de que la riqueza no aparece necesariamente como mercancía más que allí donde las condiciones generales de producción son privadas. Por eso Marx responde contra todas las evidencias sensibles: el trabajo no es la fuente de toda riqueza. La naturaleza es también la fuente de los valores (de uso). La burguesía está muy interesada en olvidar que el trabajo productivo tiene unas condiciones de producción. ¿Por qué? Pues precisamente porque ella es la propietaria de esas condiciones de producción. El estudio de esas condiciones de producción, el estudio del capital es, precisamente, la empresa científica que de inmediato ocupar a Marx en esa obra monumental que es Das Kapital. Se trata ya no de ver ni de opinar, sino de  recordar aquello que es anterior a nosotros mismos, porque es lo que nos define como siendo nosotros mismo (obreros). No es extraño que esta obra maltratada haya sido más que ninguna censurada, anulada por el olvido y por la ignorancia, porque es precisamente a fuerza de ignorar el ser de las cosas -proponiendo a cambio la pluralidad de opiniones y de evidencias sensibles- como la discusión política reacciona siempre contra los conceptos que no se considera capaz de refutar en una discusión teórica. El poder ni necesita ni puede estar interesado en reconocerse: cuando las sombras ocultan la violencia injusticia por la que las cosas se definen, no hay empresa más castigada que el trabajo teórico de definirlas. De ahí que en toda discusión política haya un esfuerzo político por impedir una discusión teórica. No por otra razón conviene que la ciencia de la Historia siga siendo considerada un «pío deseo«. ¿Cual es la causa del paro? El hombre. ¿Cuál es la causa de todas las guerras? El hombre. ¿Cuál es la causa de la pobreza, del hambre, de la injusticia, del deterioro ecológico’? El hombre. ¿Quién si no? ¿Y que hacer con esta vacua cantinela? Si todo son problemas morales, ¿cómo no ver que una ciencia de la historia no será sino un «pío deseo«? Pienso que si el poder definidor de la naturaleza hubiera consistido en una violenta injusticia usurpadora, el poder natural estaría muy interesado en que la física fuera un «pío deseo«. ¿Por qué caen las piedras? Por la Naturaleza. ¿Por qué se dilatan los cuerpos? Por la Naturaleza. ¿Por qué se mueven los astros? Por la Naturaleza. Los que se escandalizan ante una ciencia histórica que pretende eludir al «Hombre«, supuesto sujeto de la Historia, parecen olvidar que también la física tuvo que luchar -en una batalla sangrienta, por demás- para obtener el derecho a eludir a Dios, sujeto de la Naturaleza. Cuando Galileo arrojaba su bola en un plano horizontal, todos los ojos constataban una evidencia sensible insuperable: la bola se detenía (tarde o temprano, cuestión de opiniones). Galileo, tozudamente, seguía empeñado en que si se detenía era precisamente, porque su esencia era continuar indefinidamente rodando. Aludía al rozamiento para justificar la deceleración. Pero eso no podía convencer a los tribunales: el hecho empírico era que siempre la bola se paraba. Siempre. «El reproche que constantemente se hace a Galileo es precisamente no atenerse a los hechos concretos, sino anteponerles cierto tipo de exigencias del entendimiento teórico; parece como si, después de que el nominalismo ha destruido la ‘esencia’ en el viejo sentido, Galileo estableciese una nueva ‘esencia’ que, como ley del entendimiento está (como la idea de Platón) de antemano presente como exigencia con la que el entendimiento acoge los datos«[1]. Tales construcciones «ideales» eran ya de por si «heréticas«, pues limitaban la omnipotencia divina, como si Dios, el absoluto sujeto de todo, hubiera tenido que plegarse a unas esencias inevitables.

Cuando Galileo afirma la homogeneidad de los cielos y la Tierra, invita a sus detractores a contemplar por el telescopio las montañas de la luna. Pero nadie acepta asomarse a ese instrumental de brujería. Al hereje que contradice las Sagradas Escrituras, el telescopio no hace sino añadir al brujo capaz de modificar la apariencia de las cosas: la Luna, lo dice el gran maestro Aristóteles, no puede tener arrugas, pues si se mueve en círculo es porque es perfecta.

Hoy en día es muy fácil decir que a la incipiente Física moderna no se oponían sino especulaciones, mitos e imágenes: la ideología de todo un modo de producción feudal que hacía de la omnipotencia divina el sujeto general de la naturaleza. Hoy es muy fácil decir que ese Sujeto no hacia sino entorpecer y sustituir con una «imagen» el conocimiento conceptual de la naturaleza. Hoy es muy fácil decir que responder a la pregunta qué es un terremoto diciendo que es la «voluntad de Dios» no es decir nada. ¡Y nadie se rasga las vestiduras o siente la necesidad de dejar de creer en  un Dios creador por culpa de la ciencia de la naturaleza!. Pero eso si, hoy, en cambio. todo son gritos histéricos cuando alguien pretende prescindir del Hombre para elaborar una ciencia de la Historia, como si eso supusiera asesinar realmente a todos los hombres. Hoy en día es muy fácil reconocer los intereses feudales dominantes que en tiempos de Galileo se empeñaban en impedir un desarrollo científico que amenazaba al pilar del poder establecido: la religión feudal. Sin embargo, los que discutían con Galileo no se consideraban -aunque sea fácil olvidarlo ahora- meros «creyentes» sino también auténticos científicos. Más científicos que Galileo, pues hablaban latín y leían en latín,  teniendo así acceso a la historia del saber.

Es cuando las revoluciones burguesas cambian el modo de producción, cuando la física de Galileo desbanca y arrincona la religión en el campo de la fe. La nueva clase social, el capital, necesita de la física para su reproducción ampliada, y en cambio, para nada necesita ya de ese sujeto que ya muchos declaraban como meramente imaginario: Dios. Pero tan inconcebible como era en el medievo una ciencia de la naturaleza que prescindiera de Dios, es hoy una ciencia de la Historia que prescinda del Hombre.

Hoy, los defensores del Hombre también pretenden ser científicos. Científicos modestos, dispuestos a admitir que las «ciencias humanas» no lograrán jamás la exactitud de la física. Científicos que  consideran la ciencia como un «pío deseo«. Y como los críticos de Galileo que consideraban evidente que la bola se paraba, también ellos recurren a una evidencia: ¿quien va a hacer la historia sino el hombre? Y es que, al igual que el poder eclesiástico veía una amenaza en el conocimiento científico de la naturaleza,  hoy el capital sólo puede ver tina amenaza en la ciencia de la historia. Y como antes hiciera la Inquisición, recurre a las evidencias, siempre más «convincentes» que los conceptos, para impedir de raíz esa ciencia de la historia. Con gran refinamiento deciden que el Hombre es un objeto «epistemológicamente difícil» y con un cierto cinismo lamentan que las ciencias humanas no se desarrollen tan perfectamente como la física. Con ello permanecen ciegos a una ciencia de la historia que lleva desarrollándose -pese a las también sangrientas represiones- desde hace un siglo. Dicen echar en falta en las ciencias históricas la matematización rigurosa-de la física. Pero, en realidad, sólo echan en falta el restringido tipo de matematización que ellos mismos tienen en su cabeza. No quieren reconocer que hace ya mucho que la propia matemática se ha desembarazado de la restricción al campo cuantitativo de los números. «Cualquiera que sea la idea que Kant podía tener de cuál era de hecho el contenido de la ciencia matemática, la noción que él mismo establece de los matemático no incluye que lo matemático sea lo ‘cuantitativo’. (…) La ‘estructura’ del estructuralismo no es nada cuantitativo y, sin embargo, es matemática en sentido kantiano (…) A lo que más se parece la construcción estructuralista es a la definición de ‘estructuras’ en álgebra. Las ciencias históricas están pues, encontrando su camino también en la matemática, pero sólo por cuanto la matemática ha dejado de ser el estudio de lo cuantitativo: Levi Strauss es concluyente a este respecto; «las investigaciones estructurales han aparecido en » las ciencias sociales corno consecuencia directa a ciertos desarrollos de la matemática moderna (…) En distintos campos (…) se ha comprendido corno problemas que no comportaban solución métrica podían ser igualmente sometidos a tratamiento riguroso» (*). Estos desarrollos de la matemática están contribuyendo, en realidad, a rescatar el sentido original, platónico, el termino también hace mucho tiempo rescatado por Heidegger. Un significado que ha mostrado cómo cualquier auténtico concepto teórico es «matemático» en el sentido original de ser aquello-que-siempre-se-sabe-de-antemano-en-las-cosas, aquello que es preciso saber de antemano para conocer, tal y como estábamos diciendo, a un obrero, a un banquero, a un capitalista, a un militar… Aquello que en la realidad no es posible vivir, aquello que sólo se puede pensar porque es el ser en que las cosas consisten es, desde tiempos de los griegos, aquellos que merece ser llamado «matemático«. Pero ajenos a toda matemática que escape a los límites de una asignatura de bachillerato, los censores oficiales de las ciencias históricas siguen insistiendo en su «esencial» subdesarrollo teórico. Quieren hacer creer que los historiadores no han sido capaces de alcanzar auténticos conceptos y apuntan como prueba el hecho de que no paran de discutir entre si. No se dan cuenta de que los científicos de la historia hace ya más de un siglo que no discuten entre si ni mas ni menos que los herederos de Galileo. No menos -y no es poco-, pero tampoco más. No se dan cuenta de que la ciencia de la historia esta «discutiendo» en realidad -encarnizadamente- sólo contra aquellos que no ven en ella , sino una amenaza, igual que Galileo no «discutía» sino con aquellos que -aunque también se llamaban físicos- no veían en la ciencia física sino el desvelamiento de la farsa que les hacia poderosos. No se dan cuenta de que la discusión con la que pretenden desprestigiar su estatuto científico no es sino la encarnizada batalla política por acallar la voz de la ciencia de la historia. Por eso, tales «defensores del hombre» no son sino los que desean que la historia de los hombres siga siendo un misterio incognoscible.

Piénsese que aun hoy, algunos filósofos creyentes, ajenos todavía al pensar físico, siguen diciendo que Descartes fracasó en su proyecto de proporcionar un método para poner de acuerdo a los filósofos, y alegan como prueba que tras él los filósofos siguen discutiendo tanto como antes, sin poder valerse para nada de la famosa mathesis UniversaIis. Estos ancestrales cerebros aún no han sabido reconocer las mathesis Universalis en la física moderna, que, gracias, a las coordenadas cartesianas, encontraría en el álgebra su posibilidad más propia. No han advertido aún que esas coordenadas no son una ocurrencia casual de un Descartes «aficionado a la ciencia» sino precisamente el método mismo aplicado al mundo de la extensión, a la naturaleza: el Único procedimiento de que las «figuras» se hicieran claras y distintas era comprender que una recta no es una línea «muy derecha» sino a algo que «se parece» muy poco a ella: y= ax + b. Estas mentes, marcadas pira siempre con una sabiduría de libro de texto no son capaces de comprender que el mundo extenso que Descartes «recupera» al final, no es el mismo mundo sensible que sucumbió a la Duda -¡como si Descartes no hubiera tenido otra cosa que hacer que perder el tiempo dudando de todo para luego recuperarlo igualito!-, sino precisamente, el mundo de la física moderna. Hablan de cómo «se recupera» el mundo sensible sin advertir que algo como y= ax + b no es ni se puede ser nada «sensible«, que no es una recta «más derecha» o «más exacta» que la del principio, sino que es, como diría Platón la recta misma. Hablan de que Descartes «subjetiviza» el mundo «a la manera idealista«, sin advertir que el Único camino teórico que persigue Descartes es aquel capaz de transformar las Imágenes en Conceptos, permitiendo así a la mente apropiarse teóricamente del Ser y no del Parecer. Para ellos, significan muy poco las palabras del propio Descartes sobre Galileo «…hace filosofía [¡Descartes dice «filosofía!] mucho mejor de lo que es común, pues trata de examinar cuestiones físicas por medio de razonamientos matemáticos (…). Defiendo que no existe otro procedimiento para alcanzar “la verdad». Pero esos intérpretes aludidos, anclados en un prejuicio medieval, todavía ven a los filósofos discutiendo por todas partes, porque son incapaces de ver que los filósofos, en ciertos campos como la física -¿o es que la física no es filosofía?-, hace ya mucho que dejaron de discutir en ese sentido.

Igualmente, hay muchos motivos para negarse a ver que existe ya una ciencia de la historia desarrollada y continuar alegando la dificultad intrínseca de las «ciencias humanas«. Esa ciencia de la Historia hace mucho que demostró que en las condiciones capitalistas de producción, un arma no es sino plusvalor para el capital, que una guerra no es sino un mercado donde transformar ese plusvalor en dinero, que el paro no es un problema, sino una necesidad del capital, que la distribución humana de la riqueza no es una «aspiración ética» sino una imposibilidad de la producción del plusvalor. Esa ciencia de la Historia ya hace tiempo que demostró que el capital mismo no es sino una ininterrumpida violencia expropiadora de las condiciones generales de trabajo; que los obreros no son «hombres libres«, sino «obreros libres» -de aceptar trabajar en lo que sea o de acabar en el paro- y que no son obreros sino por medio de una brutal usurpación de las condiciones vitales de su «humanidad». Al capital, así pues, le conviene negar que exista una auténtica ciencia de la historia. Prefiere olvidar su esencia y acogerse a su nuevo credo religioso consistente en constantes exhortaciones a la Humanidad y sinceras entonaciones de un nuevo mea culpa. El capital necesita que la sociedad entera viva en la bella sombra del Hombre, sin preguntarse jamás que es el paro, que es el salario, qué es la banca, qué es el capital. Ese mundo del ser puede permanecer olvidado mientras los imprevistos no amenacen con modificarlo, atentando contra el poder de quienes se benefician con él. Ya vimos como un «imprevisto» -la existencia de tierras vírgenes- obligó a «recordar» al sr. Peel -en un monumental pinochetazo especulativo- que había que «encarrilar por medio de la policía la ley natural de la oferta y la demanda«. En el siglo XX todos estamos habituados a ver cómo los sempiternos defensores de la democracia (cristiana) saben muy bien recurrir a los golpes de Estado para encarrilar el curso democrático capaz de otorgarles la victoria, aunque sea con el retraso de cuarenta años de dictadura militar.

Por eso, hoy que vemos a todos los partidos defender «ante todo» la democracia para encubrir las más violentas represiones y las más intolerables injusticias, hoy mas que nunca conviene recordar. Recordar que tal democracia no existe, que no podrá existir mientras no nos sean devueltas las condiciones de nuestro trabajo -unas condiciones que no nos usurparon precisamente a base de referéndums- y que, por consiguiente, los Únicos verdaderos defensores de la democracia son aquellos que luchan contra toda Constitución que proteja la propiedad privada de los medios de producción.

CONTINUARÁ…


[1] Felipe Martínez Marzoa. Historia de la Filosofía

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